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domingo, 14 de octubre de 2007

03. La Preparación

(Empieza el viaje)

–¡Inclina la cabeza a la izquierda, hacia la bandeja! –le gri­tó la enfermera al enfermero–. Está vomitando.

Esa noche, como solía ocurrir todos los viernes, la sala de urgencias estaba abarrotada. Esta vez la luna llena había com­plicado las cosas. Aunque no tenían ningún conocimiento so­bre astrología o metafísica, los hospitales solían poner más personal en urgencias durante esta fase lunar, pues al parecer suceden cosas que no ocurren en ningún otro período. La en­fermera salió corriendo de la habitación para atender otro caso urgente.

–¿Está consciente? –preguntó el vecino que había acom­pañado a Mike a urgencias.

El enfermero de bata blanca se inclinó para examinar de cerca los ojos de Mike.

–Sí. Ya despierta –respondió–. Cuando pueda usted ha­blar con él, no le permita incorporarse. Tiene un golpe muy feo en la cabeza que hemos saturado con varios puntos, y la mandíbula le va a doler mucho durante un tiempo. Las radio­grafías muestran que está prácticamente fracturada. Afortu­nadamente, pudimos corregir la dislocación cuando todavía estaba inconsciente.

El enfermero salió del cubículo, un espacio limitado por una cortina que se deslizaba por una guía semicircular. Al sa­lir, corrió la cortina de tal modo que Mike y su vecino otra vez se quedaron solos. Los múltiples sonidos de la sala de urgencias eran casi imperceptibles, aunque el vecino podía oír tanto a las personas como lo que ocurría a ambos lados del lugar donde se encontraba. En el cubículo de la izquierda había una mujer que había sido apuñalada y en el de la derecha un hombre ya mayor que tenía una insuficiencia respiratoria y un brazo entumecido. Habían llegado casi al mismo tiempo que Mike, hacía cosa de una hora, aproximadamente.

Mike abrió los ojos y sintió un dolor punzante en la parte inferior de la mandíbula. Inmediatamente se dio cuenta de que estaba despierto. «Se acabó el soñar con ángeles», pensó cuando la evidencia del dolor y la situación en la que se en­contraba empezaron a convertirse lentamente en su realidad. La iluminación fluorescente que bañaba la zona de urgencias con una luz brillante, estéril, hizo que a Mike se le crispara el rostro y cerrara los ojos. Hacía frío en la sala, e instantánea­mente, Mike sintió la necesidad de abrigarse con una manta, pero nadie se la ofreció.

–Ha estado inconsciente un buen rato, amigo –le dijo el vecino, un tanto incómodo por no saber siquiera cómo se lla­maba Mike–. Le han dado unos cuantos puntos en la cabeza y le han puesto la mandíbula en su sitio. Es mejor que no hable.

Mike miró lleno de agradecimiento al hombre que estaba inclinado sobre él. A pesar de seguir aturdido, analizó los ras­gos de ese rostro, reconociendo en ellos al inquilino de la vi­vienda contigua a la suya. El hombre se sentó al lado de Mike, que se durmió profundamente.

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Cuando despertó, se dio cuenta de que estaba en otro lugar, tranquilo y silencioso, y yacía en una cama. A medida que fue abriendo los ojos e intentando despejar la mente, fue toman­do conciencia de que seguía en el hospital, aunque ahora estaba en una habitación privada. «Qué hospital más elegan­te», pensó. Su mirada apática reparó en las pinturas que deco­raban las paredes y en la vistosa silla colocada a un lado de la cama. Un sofisticado material aislante del sonido cubría el techo, entrecruzando la habitación con una cuadrícula peque­ña y elegante que la vista borrosa de Mike percibía ligeramente oblonga. La iluminación seguía siendo fluorescente, pero estaba apagada y disimulada por el diseño del fino deco­rado. La mayor parte de la luz provenía de una ventana con vistas a la bahía y de un par de lámparas incandescentes que había en la habitación. En lugar del soporte con el televisor que la mayoría de los hospitales suelen tener en la pared de enfrente, había un armario con finos acabados. Las puertas del refinado armario estaban cortadas. Las lámparas tenían diferentes tonos como en un hotel de lujo ¡y los tonos combi­naban con el papel tapiz! ¿Qué lugar era ése? ¿Una residen­cia privada? Sin embargo, le bastó con examinar su entorno un poco más a conciencia para darse cuenta de que, situados en varios puntos de la habitación, estaban los conductos del aire acondicionado, gas y electricidad habituales en todos los hospitales. Mike adivinó también que, a su espalda, había varios aparatos de diagnóstico. Uno de ellos estaba sujeto a su brazo con esparadrapo y emitía una señal intermitente y periódica.

Al parecer no había nadie por allí, y Mike empezó a anali­zar lo que había sucedido. ¿Le habían operado la garganta? ¿Podía hablar? Lentamente se llevó la mano al cuello, espe­rando encontrarlo lleno de apósitos, o incluso, escayolado. ¡Pero en lugar de eso, descubrió la suavidad de su propia piel! Se palpó con los dedos todo el cuello, para constatar que todo estaba en su sitio.

Hizo un intento gradual por aclarar la garganta y se sor­prendió al escuchar de inmediato su propia voz. Sin embargo, al abrir la boca detectó cuál era el problema. Un dolor agudo y desquiciante, que le provocaba náuseas, lo aguijoneó en la parte trasera de la boca y por debajo de los oídos. «Ya sé dón­de me duele», pensó Mike mientras se hacía el propósito de no volver a abrir la boca con tanta rapidez.

–Veo que ya nos hemos despertado. Puedo darle lo nece­sario para que se le quite el dolor, señor Thomas –le dijo desde la puerta de la habitación una voz femenina con un tono quejumbroso aunque amable–. Pero se repondrá antes si no toma analgésicos para poder saber cuál es su propio nivel de tolerancia. No tiene usted fracturas, y para recuperar­se sólo necesita ejercitar la mandíbula.

La enfermera, que vestía lo que podría definirse como un uniforme de diseño, se acercó a la cama. Además de su atuen­do, tan acicalado y perfecto, se notaba que tenía mucha expe­riencia. Sobre el bolsillo pendían diversas insignias que ava­laban su capacidad. Mike habló con la boca entreabierta para no lastimarse, moviendo apenas la mandíbula al pronunciar cada palabra.

–¿Dónde estoy? –musitó entre dientes.

–Está en un hospital privado en Beverly Hills, señor Thomas. –La enfermera se acercó y se puso a su lado–. Ha pasado la noche aquí, después de que le trajeran de la sala de recuperación que hay en urgencias. Además, pronto le darán el alta.

Mike abrió los ojos con sorpresa, y su rostro reflejó una gran preocupación. Había escuchado casos en los que se pa­gaban de dos a tres mil dólares diarios por estar ingresado en un sitio como ése. Su corazón palpitó aceleradamente al pen­sar cómo pagaría la factura.

–No se preocupe, señor Thomas –dijo la enfermera tran­quilizándole al captar la expresión de Mike–. Todo está so­lucionado. Su padre hizo todas las gestiones que había que hacer, y desde luego, pagó la factura.

Mike permaneció en silencio un momento, pensando cómo podía ser que su padre, ya fallecido, pudiera haber hecho cual­quier gestión. ¿Quizás ella daba por sentado que era su pa­dre, y en realidad se trataba de su vecino? Mike recobró la fuerza para hablar procurando mover lo menos posible la boca.

–¿Le ha visto usted? –gruñó Mike.

–¡Claro que le he visto! ¡Es muy apuesto, su padre! Alto y rubio como usted, y tiene la voz de un santo. ¿Sabe? Tuvo mucho éxito entre las enfermeras.

Mientras la escuchaba, Mike reconoció que tenía acento de Minnesota, de donde él venía. Allí se suele hablar un tan­to enrevesado, poniendo el sujeto al final de la frase: una ma­nera extraña de hablar que él había tenido que modificar al poco tiempo de llegar a California. La forma de hablar de Minnesota hacía que pareciese Yoda, uno de los personajes de La Guerra de las Galaxias.

–pagó en efectivo –continuó explicando la enfermera–. No se preocupe, señor Thomas. Por cierto, ha dejado un men­saje para usted.

Mike sintió que el corazón le daba un vuelco, aunque sos­pechaba que el supuesto padre no era otro que su vecino, pero la descripción de la enfermera no cuadraba con ninguno de los dos. Ella salió de la habitación para ir a buscar el mensaje. No pasaron ni cinco minutos cuando ya había regresado con un trozo de papel que evidentemente contenía un mensaje escrito a máquina.

–Lo ha dictado –explicó la enfermera mientras sacaba el trozo de papel del sobre membreteado con el nombre del hospital–. Dijo que no tenía buena letra, por eso se lo hemos escrito a máquina. Por cierto, aún así es difícil de entender. ¿Le llamaba Pepe cuando era niño?

La enfermera le dio el papel y Mike lo leyó. Decía lo si­guiente:

Querido Michael-PePe:

No todo es lo que parece. Tu búsqueda empieza aho­ra. Sana pronto y prepara tus cosas para el viaje. Te he preparado la ruta a casa. Acepta este don y sigue ade­lante. Se te mostrará el camino.

Mike sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Miró a la enfermera con agradecimiento, y apretando el papel con­tra su pecho, cerró los ojos dando a entender que quería estar a solas. La enfermera captó el mensaje y salió de la habitación.

La mente de Mike barajó diversas posibilidades. La nota decía: «No todo es lo que parece». ¡Era una explicación insu­ficiente! Sabía perfectamente que la noche anterior un crimi­nal le había pisoteado la garganta, destrozándosela, y lo había dejado medio muerto en el suelo de su apartamento. ¡Había sentido, segundo a segundo, cómo crujían todos los huesos durante el horrible incidente! Sin embargo, no había tenido ninguna lesión, excepto la mandíbula dislocada pero coloca­da nuevamente en su sitio, además de algunos rasguños y una que otra magulladura leve en la cara y en la cabeza, que le dolerían durante un cierto tiempo pero que, de ningún modo, le dejarían incapacitado. ¿Era ése el don que había recibido?

La idea de que la visión del ángel había sido un suceso ve­rídico no pasó a integrarse en la realidad de Mike sino hasta después de haber leído la nota. Si no era del ángel ¿de quién era, entonces? Sencillamente, no conocía a nadie que tuviera bastante dinero o le conociera lo suficiente como para darle nada, y mucho menos para pagar su considerable cuenta de gastos médicos. ¿Qué otra persona, además del ángel, sabía del viaje que él había prometido realizar? Su cuerpo vibraba con preguntas y él seguía con dudas respecto de la nota y de su significado cuando, finalmente, recibió la confirmación que necesitaba, y sonrió.

La enfermera le había preguntado si le llamaban Pepe. En la nota estaba escrito claramente «PePe», como si fuera un nombre (indudablemente, era el «ángel» quien lo había dicta­do letra por letra, y también quien había pagado la factura). Pero no se trataba de un diminutivo o de un apodo, sino que ¡las letras eran unas iniciales! ¡Pe-Pe, «Propósito Puro»! Por lo tanto, el saludo significaba: «Querido Michael, de Propósi­to Puro». La sonrisa de Mike se transformó en risa. Estaba malherido, pero seguía riendo, y todo su cuerpo se estreme­ció por la alegría del momento, hasta que por fin calló y de­rramó lágrimas de felicidad. ¡Iría a casa!

Los días siguientes fueron especiales. Mike fue dado de alta y se marchó del hospital llevando consigo unos cuantos anal­gésicos que le ayudarían a aliviar el dolor, pero descubrió que no los necesitaba. Su mandíbula parecía recuperarse a una velocidad increíble, lo que le permitía ejercitarla con cuida­do. Podía hablar bien. Al cabo de dos días consiguió comer con normalidad, aunque al principio le costó un poco de es­fuerzo. Y en todo ese proceso, apenas sintió dolor. Estaba un tanto rígido, pero era algo soportable dadas las circunstan­cias. Mike no quiso tomar analgésicos para evitar perder la euforia que sentía al pensar que iba a realizar su búsqueda espiritual. En poco tiempo, los cortes y cardenales fueron desa­pareciendo paulatinamente, aunque Mike se asombró de que eso ocurriera con tanta rapidez.

Renunció a su empleo por teléfono. En su mente había practicado muchas veces hacerlo, y realmente saboreó el mo­mento de dar por finalizada su vinculación a ese horrible tra­bajo. Después llamó a su amigo John explicándole lo mejor que pudo que se iba a tomar unas largas vacaciones y que posiblemente no volvería. John le deseó mucha suerte, pero expresó preocupación por la reserva de Mike respecto a sus planes.

–¡Venga, tío, a mí puedes decírmelo! –le expresó John en un tono persuasivo–. No diré ni haré nada. ¿Qué está ocu­rriendo?

Mike sabía muy bien que John no entendería la explica­ción de que un ángel se le había aparecido y le había dado instrucciones, así que se mantuvo en sus trece.

–Tengo que realizar un viaje muy personal –le dijo a John–. Significa mucho para mí. –Y no dio más explica­ciones.

Mike empaquetó sus cosas y dijo adiós a su apartamento. Separó cuidadosamente sus pertenencias más personales de la ropa y los electrodomésticos. No poseía gran cosa, pero guardó en dos maletas específicas las cosas que más aprecia­ba: las fotos y algunos libros. Mike era consciente de que no podía llevar mucha ropa, así que puso justo la que necesitaría para un viaje muy breve, guardándola junto con las fotos y los libros.

Mike invitó a su casa al vecino que le había salvado y le regaló ropa, el televisor, la bicicleta en la que solía ir a traba­jar y gran parte de las escasas pertenencias que había acumu­lado durante el pasado año.

–Si no las quiere, dónelas a la beneficencia –le sugirió Mike al vecino.

Al parecer, éste se sintió conmovido por el gesto, y estre­chó efusivamente la mano de Mike al tiempo que le mostraba una gran sonrisa. Mike tuvo la impresión de que el hombre necesitaba muchas de las cosas que le había regalado. Des­pués de haber llamado a la ambulancia, el vecino también había salvado a Gato, el pez, así que era lógico que también se lo llevara; después de todo, ya estaba en su acuario.

–¡Adiós, Gato, pórtate bien! –le dijo Mike con una son­risa al despedirse de él en el apartamento del vecino. Gato ni se dignó a mirarlo, porque estaba entretenido con sus nuevos amigos del acuario.

Al quinto día de haber salido del hospital, Mike se dio cuenta de que estaba llegando al final de sus preparativos. No sabía exactamente qué hacer ni a dónde ir. Era de noche y todo estaba silencioso. Estaba seguro de que el ángel sabría que ya estaba listo y de que el siguiente día sería el principio de algo nuevo. Mike sentía que su viaje era algo absoluta­mente real. Estaba convencido de que sabría qué hacer. Todo cuanto había ocurrido durante esa semana justificaba la lógi­ca de su fe. Mike decidió repasar las preciadas pertenencias que había reunido en las maletas para su viaje espiritual.

Las abrió y examinó a conciencia las cosas que creía nece­sario llevarse consigo. El primer grupo estaba integrado por fotos. El álbum de fotos estaba hecho jirones por el paso del tiempo, y muchas de las viejas fotos estaban pegadas con los esquineros engomados que se usaban en los años cincuenta. Abrió el álbum con cuidado para no despegar los viejos es­quineros y, una vez más, sintió una familiar melancolía al ver la foto de boda de sus padres, la primera del álbum. Después del accidente, la había encontrado junto a otras fotos perso­nales de ellos y apenas había tenido valor para mirarlas de nuevo.

En la foto, sus padres sonreían a la cámara y se les veía muy enamorados; empezaban su vida en común. A Mike le parecía muy divertida la ropa que llevaban y era la única vez que recordaba haber visto a su padre con corbata. Más tarde, Mike encontró el viejo vestido de novia de su madre en el desván y le pidió a un vecino que lo envolviera y guardara, pues a él le resultaba muy doloroso. Cuando se habían hecho la foto, Mike era sólo un brillo de ilusión en su mirada, y veían el futuro llenos de esperanza por las buenas cosas de la vida. Mike contempló la foto durante un buen rato y, final­mente, le habló quedamente:

–Papá, mamá, soy vuestro único hijo. Espero que lo que voy a hacer no os decepcione. Os quiero mucho a los dos, y deseo veros pronto.

Transcurrieron unos minutos preciosos, en los que Mike hojeó las páginas del álbum que contenía la historia de su niñez. Esto le arrancó más de una sonrisa. Allí estaban la vie­ja granja y las fotos ocasionales de sus diversos amigos. Le encantaba la foto que le habían hecho montado en el tractor cuando tenía seis años. ¡Ese álbum era un tesoro! Mike sintió que Dios podía estar contento porque él honraba a sus padres y su formación al elegir llevarse con él las fotos en ese viaje especial. No sabía qué pasaría finalmente con el álbum, pero por el momento, Mike sentía que no podía abandonar aque­llas cosas.

Después, estaban sus libros. ¡Cuánto aprecio les tenía! Su Biblia estaba desgastada de tanto leerla, y le había reconfor­tado en muchísimas ocasiones. Aunque no entendía todo su contenido, sentía su energía espiritual. La había guardado cuidadosamente y era algo a lo que nunca renunciaría. Lue­go estaban los libros que había leído en su infancia, que sig­nificaban mucho para él (por ejemplo, The Hardy Boys o Char­lotte´s Web). Eran solamente unos cuantos libros de bolsillo que él seguía leyendo periódicamente; cada vez que lo hacía, recordaba las cosas que había hecho a la edad en que descu­brió por primera vez esas maravillosas historias y personajes. Finalmente, estaba la gran aventura de Moby Dick, que leyó cuando ya era algo mayor, así como la colección de Sherlock Holmes, y sus poemas preferidos, escritos por autores casi desconocidos.

Tanto esos libros como las fotos estaban cuidadosamente embalados en dos carteras, para poder llevarlos con la mayor comodidad. Esto le permitía llevar también una bolsa de ta­maño mediano que pudiera contener un par de bocadillos a modo de tentempié. Mike sintió que ya estaba preparado, así que se sentó en el suelo de su apartamento, ahora vacío. Tenía una almohada, y eso le bastaba para dormir. Estaba preparado para afrontar el día siguiente. La ansiedad originada por la idea de iniciar su búsqueda espiritual casi no le permitió con­ciliar el sueño, dado que en su mente se sucedían las imáge­nes de todo lo que le había pasado hasta ahora, y cabía la posibilidad de que le siguieran ocurriendo más cosas. Era pro­bable que al día siguiente empezara su viaje a casa.

PARA CONTINUAR LA LECTURA IR A; 04 LA PRIMERA CASA.-

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