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domingo, 14 de octubre de 2007

01. Michael Thomas

Los fragmentos de plástico negro volaron en todas direccio­nes mientras Mike se «encajonaba», empujándose con bas­tante fuerza contra la pared del cubículo, en su oficina de ven­tas. Este era un ejemplo más en el que un objeto inanimado padecía la creciente rabia de Mike, a consecuencia de su si­tuación.

Súbitamente, una cabeza apareció de forma inesperada entre las polvorientas hojas de la planta de plástico que esta­ba a su izquierda.

–¿Sucede algo? –preguntó John desde el cubículo vecino. Las paredes de cada cubículo tenían la altura justa para crearle, al correspondiente trabajador, la ilusión de que tenía una oficina propia. Mike tenía varios objetos altos sobre su escritorio, ya que así conseguía matizar el hecho de que sus compañeros de trabajo estaban situados a sólo un par de me­tros de distancia durante toda la jomada; todos ellos compar­tían la ilusión de independencia y «privacidad» tanto en sus respectivos espacios como en sus conversaciones. El resplan­dor de la luz blanca del fluorescente, que provenía de la miríada de instalaciones desnudas que estaban sobre los cubículos, bañaba tanto a Mike como a sus congéneres. Era ese tipo de falsa iluminación que solamente se encuentra en las institucio­nes y en la industria; parece como si absorbiera todo el rojo del espectro visual, volviendo pálidas a todas las personas que ilumina, incluso a aquellas que viven en la muy soleada California. Los años que había pasado sin tomar la luz directa del sol hacían que la palidez de Mike se duplicara.

–Nada que un viaje a las Bahamas no pueda curar –res­pondió Mike sin mirar hacia la planta de plástico por la que asomaba la cabeza de John, quien se encogió de hombros y retomó su conversación telefónica.

Mientras las palabras salían de su boca, Mike sabía que nunca se podría permitir estar en las Bahamas con el salario del oficinista que toma los pedidos en la «mina de carbón» (así llamaban los empleados a la oficina de ventas en la que trabajaban). Empezó a recoger los trozos de plástico de la bandeja que acababa de romper, y suspiró, acción que reali­zaba con mucha frecuencia últimamente.

¿Para qué estaba allí? ¿Por qué carecía de la energía o del incentivo para mejorar su vida? Su mirada se posó en el oso afelpado de aspecto estúpido que se había comprado y que de­cía: «Abrázame». Junto a él estaba su tira cómica favorita titula­da Lado Opuesto, que trataba del «pájaro azul de la felicidad» que estaba escapando de Ned, el protagonista de la tira cómi­ca; mas para Mike, la tira trataba del «pollo de la depresión».

No importaba cuántas caras sonrientes o cuántas tiras có­micas pegara en las paredes del cubículo. Mike seguía sin­tiéndose bloqueado. Estaba adherido a una existencia pareci­da a las copias de una fotocopiadora de oficina: cada día era un duplicado del anterior, uno tras otro, sin ningún objetivo. La frustración y el desamparo que experimentaba lo hacían sentirse descontento y deprimido, y empezaba a dar muestras externas de ello. Incluso se lo había comentado su supervisor.

Michael Thomas tenía treinta y tantos años, y como tantas otras personas de su oficina, «hacía lo justo para subsistir». En ese empleo no tema que poner gran cuidado en lo que hacía. Simplemente, podía desconectar durante ocho horas al día, iba a casa, dormía, y los fines de semana intentaba pagar sus facturas pendientes, y el lunes, otra vez la misma rutina. Mike se daba cuenta de que, de los treinta individuos que trabajaban en esa oficina de Los Ángeles, él sabía únicamen­te los nombres de cuatro personas, pero simplemente no le importaba; así había estado durante más de un año, después de la ruptura sentimental que destrozó su vida para siempre. Jamás compartía sus recuerdos con nadie, aunque éstos acu­dían a su mente casi cada noche.

Mike vivía solo, sin contar a su único pez. Quiso tener un gato, pero el casero no se lo permitió. Sabía que estaba inter­pretando el papel de víctima, pero su autoestima se encontra­ba en el punto más bajo, y seguía frotándose la herida que había en su vida; intencionadamente, la mantenía abierta, san­grante y dolorida, para poder echar mano de ella a voluntad. Pensaba que no podía hacer otra cosa, y no estaba seguro de tener la energía para poder cambiar las cosas, incluso si hu­biera querido hacerlo. En broma, le puso al pez el nombre de «Gato», y solía hablarle cuando llegaba del trabajo o cuando

salía a trabajar.

Al salir, Mike acostumbraba a decirle a su amigo con ale­tas: «Ten fe, Gato». Obviamente, el pez nunca le respondía.

Mike medía más de un metro ochenta y cinco de estatura y esto imponía un tanto, hasta que sonreía. Esa sonrisa encerra­ba un encanto que fundía todos los prejuicios que uno podía haber tenido al ver su elevada estatura. No era una casualidad que atendiera a los clientes por teléfono, de tal forma que no pudieran verle, ya que su intención era negarse a sí mismo su mejor atributo; era casi como autoimponerse prisión, lo cual le permitía sumergirse en el melodrama de su actual situa­ción. Mike aventajaba en habilidades a las demás personas, pero rara vez se permitía usar dichas aptitudes, excepto si era necesario hacerlo por cuestiones de trabajo. Mike no gustaba de cultivar amistades y en sus parámetros mentales actuales las mujeres tampoco existían para él, aunque a muchas de ellas él les podría haber gustado.

Sus compañeros de trabajo varones le decían: «¿Mike, cuándo fue la última vez que tuviste novia?». «Necesitas salir y encontrar una buena chica. ¡Cambia esa mentalidad!»

Después, todos ellos volverían a casa con sus familias, sus perros y sus adorables hijos (y uno que otro, también tendría un pez). Pero Mike no lograba tener claro cómo empezar el proceso de reconstrucción de la vida amorosa que había per­dido. Decidió que no valía la pena preocuparse, y a menudo se decía: «Yo ya encontré a mi pareja cuando era joven, aun­que ella no lo supo».

Michael estuvo profundamente enamorado, y experimen­tó todas las ilusiones que eso implica. Ella, por su parte, no se tomó en serio la relación. Cuando finalmente ésta se deterio­ró, Mike sintió como si su futuro se marchitara, volatili­zándose. La amó con esa pasión especial que él creía que so­lamente se podía llegar a sentir una vez en la vida. Lo había depositado todo en ella, pero ella no supo apreciarlo.

Mike creció en una granja del pequeño pueblo llamado Tierra Azul, en Minnesota, y huyó de una situación vital que sentía como un callejón sin salida: o cultivar para vender las cosechas en el extranjero o almacenarlas indefinidamente en gran­des silos debido a un exceso de grano. Desde muy joven supo que la granja no era lo suyo. Al parecer, dicha idea no era demasiado apreciada en su tierra. ¿Qué había de malo en ello? Además, no soportaba cómo olía todo lo que le rodeaba, y quería trabajar con personas en lugar de hacerlo con animales y tractores. Iba bien en la escuela y era un fuera de serie en todas las actividades que implicaran una interacción con los demás. Acabar siendo vendedor fue algo natural para Mike, y jamás tuvo ningún problema para encontrar sus trabajos, ven­diendo una inmensa variedad de productos y servicios, que representaba con honestidad. A la gente le gustaba comprar cosas cuando se las vendía Michael Thomas.

Cuando hacía un balance retrospectivo sobre lo que le ha­bían aportado sus padres ya fallecidos, se daba cuenta de que una de las cosas que había permanecido «adherida» a él era su fe en Dios. A menudo, pensaba con amargura que justo aho­ra, eso le estaba aportando mucho bien. Mike era hijo único, y sus padres –sus queridos mamá y papá– habían muerto en un accidente de automóvil por culpa de otra persona, justo antes de que él cumpliese veintiún años. Él seguía lamentan­do enormemente su muerte, y siempre estaba rodeado de fo­tografías que le recordaran las vidas de sus padres, así como su lamentable deceso. A pesar de todo, todavía ahora Mike seguía asistiendo a la iglesia y por lo menos seguía el culto, aunque por simple formalidad. Cuando el pastor le pregunta­ba acerca de su salud espiritual, Mike admitía abiertamente su fe y su creencia en su naturaleza espiritual. Estaba seguro de que Dios era justo y amoroso, pero en ese momento, igual que desde hacía algunos años, no se manifestaba verdadera­mente. A menudo, Mike rezaba para que su situación mejora­se, aunque no era muy optimista respecto de si las cosas po­drían cambiar realmente.

Mike no era exactamente guapo, aunque sí era vigorosa­mente atractivo, pues había heredado la complexión altiva de su padre. Las mujeres lo encontraban irresistible: les cautivaba su sonrisa resplandeciente, su pelo rubio, su elevada estatura, su mandíbula cuadrada y sus ojos de un azul intenso. Aque­llas que tenían buena intuición también captaban que Mike era un hombre íntegro, y confiaban en él casi instantánea­mente. Había tenido infinidad de oportunidades de sacar un provecho inapropiado de muchas situaciones, tanto en los negocios como en el amor, pero jamás lo hizo. Mike era el resultado de la buena conciencia propia de la gente del cam­po, y ése era uno de los valiosos atributos que permaneció en él cuando llegó de la fría tierra donde se educó.

No podía mentir. Comprendía intuitivamente cuándo los otros necesitaban ayuda. Abría la puerta a las personas cuan­do entraba o salía del supermercado, respetaba a las personas mayores y charlaba con ellas, y siempre les daba a los mendi­gos sin hogar, fueran hombres o mujeres, la moneda que le pedían cuando lo abordaban en la calle, aunque supiera que la usarían para comprar alcohol. Creía firmemente que cada per­sona debería trabajar junto con las demás para conseguir que las cosas mejoraran, y nunca entendió por qué en su ciudad adoptiva la gente evitaba dirigirse la palabra, e incluso raras veces sabían quiénes eran sus vecinos. Quizá se debía a que el clima era tan bueno que las personas nunca necesitaban ayuda de nadie. «¡Qué ironía!», pensó para sí.

El único modelo del comportamiento femenino que Mike tenía, era el de su madre. Por consiguiente, trataba a todas las mujeres con la misma clase de respeto con que había tratado a esa mujer sensible y maravillosa a quien echaba mucho de menos. Parte de su infelicidad actual se debía a lo que parecía una traición a ese respecto en la única relación amorosa «ver­dadera» que había tenido. En realidad, la experiencia que Mike había tenido sólo era el resultado de un choque cultural: lo que cada uno esperaba del otro no era lo que finalmente había obtenido, y viceversa. La chica de California que le había roto el corazón sólo había actuado de acuerdo a lo que cultural­mente era su realidad acerca del amor, y Mike tenía un enfo­que muy diferente sobre éste. Él había recibido otra educa­ción, y no era tolerante con las ideas sobre el amor que fueran diferentes.

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Y aquí es donde verdaderamente empieza nuestra historia. Tenemos a Michael Thomas, que estaba muy decaído y vol­vía a casa un viernes por la noche, para recogerse en su apar­tamento tipo estudio (simplemente compuesto por dos habi­taciones, ¡baño incluido!). Antes, Mike había ido a la tienda a comprar los pocos comestibles que necesitaba para subsistir durante los próximos dos días. Ya hacía mucho tiempo que había descubierto que podía hacer rendir su dinero mucho más si compraba marcas genéricas y gastaba prudentemente sus cupones[1]. Pero, ¿cuál era la verdadera clave de su fruga­lidad? ¡Mike casi no comía!

Compraba comida enlatada que no necesitaba cocinarse. Así no tenía que usar la cocina ni pagar electricidad. Dicha práctica lo dejaba insatisfecho, casi con hambre y, además, nunca tomaba postres, lo cual encajaba perfectamente con el papel de víctima que se había autoimpuesto. También había descubierto que si comía directamente del envase sobre el fregadero ¡no tenía que lavar platos!, lo cual odiaba. A menu­do se jactaba ante John –su único amigo, que además era su compañero de trabajo– respecto al modo cómo había resuelto el problema. John, que conocía los hábitos de Mike, comenta­ba bromeando que en poco tiempo encontraría la manera de hacerlo todo –incluso no tener ni apartamento– viviendo en un refugio para indigentes. Se lo decía a Mike riendo y dándole palmaditas en la espalda. No obstante, eso era algo que verdaderamente Mike ya había considerado.

Cuando Mike salió de la tienda ya era de noche. Durante casi todo el día, una pesada niebla había estado amenazando con convertirse en lluvia, y aún permanecía, dando a todo una apariencia difusa y brillante bajo los amarillos rayos artificia­les de las farolas de la calle que se reflejaban en los escalones del apartamento. Vivir en el sur de California era muy grati­ficante. Con frecuencia, Mike recordaba las dificultades que implicaban los inviernos en Minnesota, de donde procedía.

Durante su adolescencia y juventud había experimentado una gran pasión por todo lo relativo a California. Se juró a sí mismo que debía escapar del inclemente clima que los demás tomaban por algo natural. Mike solía preguntar a su madre:

«¿Por qué algunos eligen vivir en un sitio donde puedes mo­rir de frío si estás diez minutos a la intemperie?». Ella sonreía y, mirándole, respondía: «Tú sabes que las familias permane­cen en donde están sus raíces. Además, éste es un lugar segu­ro». Ese era su invariable sermón sobre lo peligrosa que era la ciudad de Los Angeles y lo bonito que era Minnesota. ¡Lo cual sólo tenía sentido si no le añadías la frase «muerte por congelación»! Mike no podía convencerla de que el peligro de que hubiera terremotos en Los Ángeles era como una lote­ría. Podría suceder que durante toda una vida ocurriera sólo uno, o varios, o tal vez nunca se llegara a vivir uno. Sin em­bargo, los penosos inviernos de Minnesota eran una constan­te año tras año. ¡Un acontecimiento cíclico con el que podías contar con toda seguridad!

No es necesario decir que tan pronto como finalizó su ba­chillerato, Mike dejó la casa paterna y se fue a California a continuar sus estudios superiores. Había utilizado sus habili­dades como vendedor para autofinanciar todas sus empresas. Ahora deseaba haberse quedado en la casa paterna durante más tiempo, para poder convivir con su madre y su padre durante los años anteriores al accidente. En su urgencia por escapar del frío, había desperdiciado un tiempo precioso que podía haber disfrutado con sus progenitores, o por lo menos así lo creía. Considerando el pasado, sentía que había sido un egoísta.

Bajo la débil luz, Mike subió con dificultad los escalones frontales que conducían a su apartamento, situado en la plan­ta baja, y perdió el tiempo jugando con la cadenita de su lla­ve. Guardando el equilibrio con la bolsa de la compra, desli­zó la llave en la cerradura; ésta abrió como siempre, pero hete aquí que, en esa noche de viernes, lo «normal» se acabó defi­nitivamente para Michael Thomas. Al otro lado de la puerta había un don –potencialmente, una parte del destino de Mike– algo que cambiaría toda su vida para siempre.

Debido a que la estructura de la puerta estaba deformada, Mike había aprendido a utilizar el peso de su cuerpo para ayudarse y poder así abrir la reacia entrada a su vivienda. El resultado invariable era que la puerta se abría de golpe, con gran fuerza. Mike había llegado a perfeccionar un método para mantener equilibrada la bolsa con los comestibles sobre una cadera, deslizando la llave en la cerradura y girándola al tiempo que empujaba la puerta con el pie. Dicha maniobra requería un complicado movimiento de cadera, y aunque fun­cionaba, su amigo John le había comentado que se veía bas­tante raro.

Con el impacto de la cadera de Mike, la obstinada puerta se abrió súbitamente; esta acción sobresaltó al ladrón que se encontraba en plena faena dentro de la habitación, que estaba a oscuras. Con la velocidad de un gato asustado, aunada a los años de experiencia que tenía respecto a afrontar lo inespera­do, el intruso, que era casi treinta centímetros más bajo que Mike, se lanzó instantáneamente hacia delante, lo cogió del brazo y lo metió en la habitación de un tirón. Dado que en ese momento Mike guardaba un precario equilibrio causado por su «rara» manera de abrir la tozuda puerta, prácticamente ya estaba listo para desplazarse hacia delante. Al hacer esto, el ladrón lo derribó en el interior del apartamento, estrellando su largo cuerpo contra el suelo; los comestibles salieron dis­parados contra la pared más lejana con tal fuerza que se rom­pieron las envolturas de los paquetes. Justo antes de chocar contra el suelo, Mike, conmocionado, con todas sus alarmas corporales disparadas simultáneamente, oyó cómo se cerraba la puerta a su espalda ¡con el ladrón dentro! Mike vislumbró fugazmente el vidrio roto hacia el que se dirigía su rostro; era el resultado de la ventana destrozada que había permitido la entrada de aquel hombre de menor estatura.

Éste es el tipo de situación en que la gente, al recordar el suceso, cuenta que las imágenes pasaron por su mente en cá­mara lenta. Pero éste no fue el caso de Michael Thomas. ¡Los segundos chillaban en un tiempo difuso, comprimido, provo­cando un pánico abrumador! El hombre que había irrumpido en el apartamento tenía la determinación de seguir buscan­do el televisor y el estéreo para llevárselos y, evidentemente, no podía estar atento a lo que le sucedía a su víctima. Tan pronto estuvo Mike en el suelo, el hombre se abalanzó sobre él y sus manos formaron un tomillo sudoroso que atenazó la garganta. Los ojos del ladrón eran grandes y estaban apenas a unos centímetros de distancia de Mike. Podía percibir el aliento caliente y fétido sobre su cara, así como su peso, ya que el hombre se había situado a horcajadas sobre su estómago. Instintivamente, como lo hubiera hecho cualquier persona que está a punto de morir, reaccionó como en una película de se­rie B. A pesar de su desorientación, Mike lanzó rápidamente la cabeza hacia delante, estrellándola contra la del ladrón. Dio resultado, ya que el asaltante, sorprendido por la fuerza del movimiento, aflojó las manos el tiempo suficiente como para que Mike rodara violentamente hacia un lado e intentara po­nerse de pie. Sin embargo, antes de que pudiera incorporarse, el ladrón volvió al ataque, esta vez propinándole un fuerte golpe en el tórax. El impacto fue tal que, literalmente, lo le­vantó del suelo para luego hacerle caer de espaldas y hacia la izquierda, chocando brutalmente contra un gran objeto que Mike reconoció como el acuario. Con un ruido atronador, la cómoda, el acuario y el solitario pez fueron a reunirse con los comestibles, chocando contra la pared posterior de la pequeña habitación.

Mike sentía dolor y estaba sin aliento. Boqueaba, sintien­do que sus pulmones ardían por la falta de oxígeno cuando, con los ojos desorbitados, vio cómo una bota, que parecía tan grande como todo el estado de Montana, se precipitaba sobre él. Ahora su atacante sonreía. ¡Todo sucedió demasiado rápi­do! La bota dio en el blanco: Mike sintió y oyó crujir de un modo horrible los huesos de su cuello y de su garganta. Ho­rrorizado, emitió un sonido sofocado, con la absoluta certeza de que sus vías respiratorias quedarían destrozadas, y posi­blemente, también sus vértebras cervicales. Todo su cuerpo reaccionó al estallido crujiente de su destrozado cuello. La conmoción desgarró su conciencia a medida que la realidad de la situación empezaba a acabar con él. ¡Era el fin; la muer­te llegaba! Intentó gritar, pero sus cuerdas vocales no reaccio­naron. Se había acabado el aire para Mike, y rápidamente, todo empezó a oscurecerse. Hubo un silencio total, y el la­drón se apresuró a concluir su trabajo nocturno sin hacer el menor caso del hombre que estaba tendido en el suelo. Súbi­tamente, el intruso se vio sobresaltado de nuevo por el ruido de la deteriorada puerta del apartamento.

–¿Qué pasa ahí dentro? ¿Va todo bien?

Un vecino aporreaba frenéticamente la resistente madera de la puerta.

El ladrón maldijo su suerte y se dirigió de mala gana hacia la ventana rota; dio algunos golpes para eliminar los frag­mentos de vidrio que quedaban en ella, para así poder desli­zarse fácilmente hacia fuera.

El vecino de Mike, quien en realidad jamás se había cru­zado con él, escuchó el ruido de más vidrios rotos dentro del apartamento y decidió intentar abrir tirando del pomo. Al cons­tatar que la puerta no tenía echado el cerrojo, entró, se encon­tró con un apartamento completamente destrozado y vio a un hombre escapando por la ventana rota. Se movió sigilosa­mente en la oscuridad, esquivando instintivamente el televi­sor y el estéreo que, extrañamente, estaban apilados en medio de la habitación. Maquinalmente, apretó el interruptor de la luz y se encendió una bombilla sin pantalla que colgaba del techo.

«¡Dios!», se escuchó exclamar a sí mismo con la voz alte­rada por la conmoción.

En una fracción de segundo, el vecino ya estaba marcando el teléfono para pedir ayuda. En el suelo yacía, inconsciente y gravemente herido, Michael Thomas. La habitación estaba en silencio y el único ruido provenía del chapoteo del pez que boqueaba a dos palmos de la cabeza de Mike. Gato estaba coleando entre la lechuga, los fideos precocinados y los de­más comestibles desparramados, una mezcla repugnante que se iba tiñendo gradualmente de rojo con la sangre que mana­ba de Mike.


[1] En la mayoría de empresas americanas, se les da a los empleados una parte del salario —generalmente correspondiente a los extras— en cupones canjeables en todos los supermercados. (N. del T.)

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02. La Visión

Mike despertó en un lugar que no le era familiar. En ese mo­mento, haciendo una retrospección instantánea con su consciencia recién recuperada, lo recordó todo. Recorrió con la mirada la totalidad de su entorno, y llegó a la conclusión de que no estaba en su apartamento ni tampoco en un hospital local. Todo estaba en silencio. De hecho, el silencio era tan absoluto que lo desconcertaba. ¡No había más sonido que el de su propia respiración! No se escuchaba el ruido de coches circulando, ni el zumbido del aire acondicionado. ¡Absoluta­mente nada! Mike se incorporó un poco sobre el lecho.

Al dirigir la mirada hacia sus pies descubrió que se encon­traba en una extraña cama blanca, pequeña como una cuna. No llevaba puesto pijama, sino que estaba vestido exactamente como cuando sufrió el ataque. Alzó la mano y se tocó el cue­llo. Su último pensamiento consciente era que se lo habían destrozado, pero, aliviado, no localizó ninguna señal de daño. ¡Mike se sentía realmente bien! Suavemente, se palpó todo el cuerpo y, extrañamente, no había dolor ni lesión alguna. ¡Pero ese silencio! Le estaba volviendo loco el que no llegara nin­gún estímulo a sus oídos. La iluminación también era extra­ña. No parecía provenir de ningún lugar concreto, y al mismo tiempo, era como si viniera de todas direcciones. Era de un blanco brillante, un blanco tan carente de color que hería sus ojos. Y decidió examinar su entorno con más detalle.

Era algo misterioso. No estaba en una habitación, ¡pero tampoco fuera de ella! Sólo estaban él, la cuna y un suelo blanco que se extendía tan lejos como alcanzaba a percibir su vista. Mike estaba echado boca arriba. Sabía lo que había su­cedido. Estaba muerto. No era necesario ser una lumbrera para comprender que lo que estaba observando y sintiendo no era lógico ni normal en el mundo real. Pero, ¿por qué seguía en­carnado en su cuerpo?

Decidió hacer algo absurdo: se pellizcó para comprobar si sentía dolor, y se contrajo profiriendo un fuerte «¡Ay!».

–¿Cómo te sientes, Mike? –le preguntó una dulce voz masculina.

Instantáneamente, miró en dirección a la voz y vio una imagen que no olvidaría durante el resto de su vida. Percibió una presencia angelical y experimentó una fuerte sensación de amor. Mike siempre solía preguntarse primero cómo se sentía y después qué era lo que veía. Tenía por costumbre describir sus experiencias de este modo cuando se lo pregun­taban, y en ese preciso momento veía una figura vestida de blanco que era, de alguna forma, amenazadora y esplendorosa a la vez. «¿Son alas eso que veo?», se preguntó. «¡Qué tópico!» Mike sonrió a la visión que se encontraba frente a él, pero le costaba creer que fuese real.

–¿Estoy muerto? –preguntó estoicamente pero con res­peto al ser que tenía enfrente.

–De ninguna manera –le respondió la figura, y se le acer­có–. Solamente es un sueño, Michael Thomas.

La aparición se acercó todavía más, aparentemente sin ca­minar. Mike miró el rostro velado, borroso, del «hombre» gi­gantesco que estaba junto a su cama; había algo que lo hacía sentirse cómodo, seguro y protegido. Todo lo que podía hacer era seguir hablando. ¡Era una sensación maravillosa!

La figura estaba vestida de blanco, pero no podía decir­se que llevara lo que podría definirse como ropa. La prenda que vestía parecía tener vida propia y se movía con el hombre como si fuera una segunda piel. La cara del ser era indefinida. Mike no veía que hubiera pliegues, botones o arrugas donde acababa la piel y empezaba la ropa, aunque la extraña indu­mentaria no estaba ceñida al cuerpo, sino que era sutil, fluida y a veces parecía realmente brillar de forma vaga y confusa.

Aparte de la visión en sí misma, los ojos de Mike tendían a rundir el blanco del atavío del hombre con el blanco insólito del ambiente de su entorno. Era verdaderamente difícil dis­tinguir dónde acababa realmente la figura y empezaba el mar­co de los acontecimientos.

–¿Dónde estoy? Puede parecer una pregunta muy tonta, pero supongo que tengo derecho a formularla –dijo Mike en voz muy baja.

–Estás en un lugar sagrado –le respondió la figura–. Es un sitio que tú mismo has creado y está lleno de un inmenso amor, que es lo que estás percibiendo ahora mismo.

La figura angélica se inclinó hacia Mike y pareció añadir aún más luz a la que ya había en aquel lugar.

–¿Quién eres tú? –preguntó Mike respetuosamente, con apenas un hilo de voz.

–Tal como habrás supuesto, soy un ángel. Mike ni siquiera pestañeó. Sabía que la visión que estaba ante él decía la verdad. La situación, por extraña que pudiera parecer, era extremadamente real. Mike no dudó de ello ni un solo instante.

–¿Todos los ángeles son del sexo masculino? Mike se arrepintió de haber hecho esa pregunta tan pronto como salió de sus labios. ¡Vaya tonterías que se le ocurría preguntar! Evidentemente, era un momento muy especial. Si era un sueño, era algo sumamente real, como jamás había experimentado.

–Solamente soy lo que tú desees que sea, Michael Thomas. No tengo forma humana, así que lo que ves ante ti es una representación para que te sientas cómodo. No obstante, la respuesta es no: no todos los ángeles somos masculinos. Real­mente, no tenemos sexo, y no todos tenemos alas.

Mike sonrió de nuevo, comprendiendo que tal vez estaba viendo un fruto de su propia creación mental.

–¿Qué aspecto tienes en realidad? –preguntó Mike, que empezaba a sentirse con una mayor libertad para hablar con naturalidad a ese amoroso ser–. ¿Y por qué percibo borrosa tu cara?

Era una pregunta totalmente válida dadas las circunstan­cias.

–Mi aspecto te desconcertaría y, al mismo tiempo, senti­nas una extraña reminiscencia al verlo, porque es el aspecto que tú también tienes cuando no estás en la Tierra. Simple­mente, está más allá de toda descripción, por lo que seguiré adoptando esta imagen por ahora. En cuanto a mi rostro, pronto lo verás.

–¿Cuando no estoy en la Tierra"? –inquirió Mike.

–La existencia en la Tierra es temporal. Y esto ya lo sa­bes, ¿verdad? Sé quién eres, Michael Thomas. Eres un hom­bre espiritual y comprendes la naturaleza eterna de los seres humanos. Has agradecido infinidad de veces poseer una na­turaleza espiritual, y los nuestros han escuchado todas y cada una de tus palabras.

Mike guardó silencio. En efecto, había rezado tanto en la iglesia como en su casa, pero pensar que todo había sido es­cuchado claramente era exagerar demasiado. ¿Y el ser que protagonizaba su sueño afirmaba que le conocía?

–¿De dónde vienes? –interrogó Mike.

De casa.

Ahora, el amoroso ser parecía resplandecer justo frente a la pequeña cuna de Mike. La figura ladeó la cabeza y aguardó pacientemente a que él considerara lo dicho. Mike sintió un hormigueo que le recorrió la columna vertebral de arriba aba­jo. Tenía la fuerte sensación de que lo que se encontraba fren­te a él era algo totalmente verídico y que un maravilloso cúmulo de conocimiento le sería otorgado con sólo pedirlo.

–¡Tienes razón! –dijo el ángel respondiendo a las cavi­laciones internas de Mike–. Lo que hagas ahora cambiará tu futuro. ¿Percibes que es así, verdad?

–¿Es que puedes leer mis pensamientos? –preguntó Mike un tanto tímidamente.

–No. Podemos sentirlos porque, ¿sabes?, tu corazón está conectado al todo y por eso acudimos cuando nos necesitas.

–¿Hablas en plural? –La situación se estaba volviendo aún más misteriosa–. Yo sólo puedo verte a ti.

El ángel rió de buena gana, y el sonido fue espectacular. ¡Cuánta energía tenía esa risa! Mike sintió que todas y cada una de las células de su cuerpo resonaban con el sentido del humor que el ángel expresaba. Todo cuanto éste hacía era fresco, más grande que la vida y, de algún modo, evocaba de forma maravillosa algo profundo que estaba en el subcons­ciente de Michael, que quedó pasmado con el sonido de la risa, pero no dijo nada.

–Te estoy hablando con la voz de uno, pero represento las voces de muchos otros –afirmó el ángel mientras exten­día los brazos, dejando que el extraño ropaje-piel flotara y ondulara con el movimiento–. Hay muchos de nosotros al servicio de cada ser humano, Michael. Ello será evidente para ti, si eliges que así sea.

¡Elijo esa opción! –confirmó Michael a gritos. ¿Cómo podía ignorarse una invitación como ésa? En ese momento, Michael se sintió un poco avergonzado, como si estuviese actuando igual que un niño frente a una estrella de cine. Guardó silencio durante un rato, observando que el án­gel se movía ligeramente hacia arriba y hacia abajo, como si estuviera sobre una especie de pequeño ascensor hidráulico. De nuevo, reflexionó hasta qué punto lo que estaba vien­do era producto del deseo de percibir las cosas que, en cier­to modo, provenían tanto de las películas que había visto como de asistir a la iglesia o de conocer algunas grandes obras de arte. Y de nuevo, todo quedó en silencio. ¡Qué silencio! Era evidente que el ángel no iba a darle información a menos que Mike empezara a formular preguntas.

–¿Puedo preguntarte sobre mi situación? –inquirió Mike respetuosamente–. ¿Estoy soñando? Es que parece tan real...

–¿Qué es un sueño humano, Michael Thomas? –El án­gel se acercó un poco más–. Es una visita a tu mente bio­lógica y espiritual, que te capacita para recibir información desde mi perspectiva, a veces metafóricamente. ¿Lo sabías? Posiblemente un sueño no se parecerá a tu realidad pero, ¡en verdad está más cerca de la realidad de Dios que cualquier otra cosa que experimentes habitualmente! Las veces que tu padre y tu madre te han visitado en sueños, ¿cómo hacen que te sientas? ¿Parecen reales? Lo parecen. ¿Recuerdas cuando te visitaron la semana siguiente de ocurrir el accidente? Llo­raste durante días a consecuencia de ello. Era su realidad: los mensajes que te enviaban eran reales, porque hasta hoy si­guen dándote su amor, Michael, ya que, lo mismo que tú, ellos también son eternos. Respecto a tu situación, ¿por qué crees que estás teniendo este sueño? Es el único propósito de esta visita, y es oportuno y apropiado.

Mike estaba encantado con la larga conversación de aquel hermoso ser que a cada momento le iba pareciendo más fa­miliar.

–¿Saldré bien librado de esta situación? Más bien creo que me encuentro terriblemente herido y que yazgo incons­ciente en alguna parte, tal vez agonizando...

–Eso depende –respondió el ángel.

–¿De qué? –inquirió Michael.

–¿Qué es lo que realmente deseas, Michael? –le pre­guntó el ángel de una manera encantadora–. Dinos que es lo que verdaderamente quieres. Medita cuidadosamente tu res­puesta, Michael Thomas, dado que la energía de Dios casi siempre es literal. Además, nosotros sabemos que lo sabes. No puedes engañar a tu propia naturaleza.

Michael deseaba dar una respuesta honesta. La situación se estaba volviendo más real a medida que transcurría el tiem­po. Podía recordar los sueños tan verídicos que había experi­mentado, en los que aparecían sus padres justo después del accidente que tuvieron. Aparecieron juntos ante él las pocas veces que pudo conciliar el sueño durante esa horrible sema­na. Lo abrazaron, le acariciaron y le dijeron que ése había sido el momento apropiado para marcharse (fuera cual fuera el significado de esa palabra en este caso). Mike todavía no había podido aceptarlo.

Sus padres también le habían dicho que una parte del con­trato de su muerte había sido darle a Mike un don. Siempre se preguntaba qué don podía ser ése. Pero ahora, de nuevo, ¿se trataba de un sueño o de la realidad? El ángel le dijo que era real. Si bien era cierto que la experiencia que estaba vi­viendo ahora se lo parecía, tal vez las apariciones de sus padres también eran similares a lo que era el ángel, un sueño o visión que percibía como algo confuso. Pensó en eso con frus­tración.

«¿Qué es lo que verdaderamente quiero?», se preguntó Michael. Pensó en su vida y en todas las cosas que le habían ocurrido en el transcurso del año anterior. Sabía lo que que­ría, pero no se sentía con fuerzas para pedirlo.

–No se adecúa a tu esplendor que niegues tus deseos más íntimos –le dijo el ángel para que reflexionara.

«¡Caramba!», dijo Michael para sí. «De nuevo, el ángel sabe lo que estoy pensando. No puedo ocultarle nada.»

–Si ya sabes lo que quiero, entonces ¿por qué me lo pre­guntas? –inquirió Mike–. ¿Y qué es eso de que soy esplen­doroso?

Por primera vez, el ángel mostró algo más que una sonri­sa. ¡Era un sentimiento de honor y respeto!

–No tienes la menor idea de quién y qué eres, Michael Thomas –le dijo gravemente el ángel–. ¿Te parezco her­moso? Deberías ver el aspecto que tú tienes. Y algún día lo verás. Y en cuanto a que conozco tus pensamientos y tus sen­timientos ¡pues claro que sí! Estoy aquí como parte del apoyo que recibes y, por lo tanto, estoy contigo de muchas maneras muy personales. Aparecer ante ti es un honor para mí, pero es tu propio propósito el que producirá el cambio ahora. Pue­des escoger entre decirme cuál es tu mayor deseo en este mo­mento como ser humano, o no decírmelo. La respuesta ha de provenir de tu propio corazón, que la manifestará con la sufi­ciente fuerza como para que la escuchen todos (incluso, mismo). Lo que hagas en este momento representará una di­ferencia para muchos seres.

Mike lo asimiló totalmente. Tenía que manifestar su ver­dad, incluso aunque no fuera la que el ángel quería oír. Re­flexionó un momento, y luego habló.

–¡Quiero ir a casa! Estoy cansado de mi vida como ser humano.

¡Bueno, ya estaba dicho! Quería largarse.

–Pero no quiero escapar de algo que sea importante en el plan de Dios –Mike hablaba con pasión–. La vida parece carecer de sentido, pero me enseñaron que he sido creado a imagen y semejanza de Dios con algún propósito. ¿Qué pue­do hacer?

El ángel se movió hacia el lado de la cuna para que Michael pudiera verlo mejor. Era asombrosa esa visión, sueño, o lo que fuese. Hubiera jurado que en ese momento se percibía un olor a violetas (¿o era a lilas?). ¿Por qué a flores? ¡El ángel verdaderamente tenía un aroma! Se veía aún más hermoso cuanto más se acercaba. Michael también era consciente de que el ángel disfrutaba con el diálogo. Podía sentirlo, aunque no distinguía expresión alguna en su rostro.

–Dime, Michael Thomas. ¿Es puro tu propósito? ¿Real­mente quieres lo que Dios quiere? Deseas regresar al hogar, pero también eres consciente, de un modo u otro, de un plan más grandioso. Entonces, no quieres decepcionamos y tam­poco quieres incurrir en un acto que sea inadecuado espiri­tualmente, ¿verdad?

–Sí –respondió Mike–. Es exactamente como dices. Quiero abandonar mi situación, pero esa aspiración me temo que es una contradicción, o es egoísta.

–¿Qué pasaría si te dijese que puedes tener ambas cosas? –le preguntó el ángel con una sonrisa–. Y que tu anhelo de ir a casa no es egoísta, sino natural, y que no está en conflicto con el deseo de honrar tu propósito como ser humano.

–Por favor, dime cómo puedo lograrlo –expresó ansio­samente Mike.

El ángel había visto el corazón de Mike y, por primera vez, lo estaba honrando espiritualmente.

–Michael Thomas de Propósito Puro, para determinar si ésta puede ser tu búsqueda, debo hacerte otra pregunta antes de decirte más al respecto –El ángel se alejó un poco–. ¿Qué esperas obtener al volver al hogar?

Mike lo meditó a fondo. Su silencio podía haber sido incó­modo en una conversación humana normal, pero el ángel lo comprendió totalmente porque sabía que ése era un momento sagrado para el alma de Michael Thomas. Según la medida del tiempo aquí en la Tierra, Michael Thomas estuvo cavilan­do durante diez minutos o más, pero el ángel permaneció inmutable y callado, sin manifestar ningún sentimiento de im­paciencia o de hastío. Mike empezaba a comprender que este ser era eterno y que no experimentaba los sentimientos de im­paciencia que solían tener los humanos, cuya única realidad era la del tiempo lineal.

–Quiero ser amado y estar rodeado de amor –fue la res­puesta de Mike–. Deseo sentir paz en mi existencia –hizo una pausa, y prosiguió–: No quiero estar sujeto a las preocu­paciones y dificultades en la interacción con quienes me ro­dean. No quiero preocuparme por el dinero. ¡Quiero sentirme liberado! ¡Estoy cansado de estar solo! Quiero significar algo para otros seres en el universo. Quiero saber que si existo es por alguna razón, y cumplir con la parte que me corresponde, ser una parte correcta y adecuada del plan de Dios. En reali­dad, no quiero ser el humano que he sido. ¡Quiero ser como tú! –de nuevo, hizo una pausa–. Esto es lo que representa para mí ir a casa.

Una vez más, el ángel se puso a los pies de la cuna.

–Entonces, Michael Thomas de Propósito Puro, ¡tendrás lo que deseas!

El ángel pareció resplandecer todavía más intensamente, ¡si eso era posible! Su fulgor era completamente blanco, aun­que en ese momento empezaba a adquirir un matiz dorado.

–Pero debes seguir un camino que está predeterminado y debes hacerlo voluntariamente con intención y por tu elec­ción. Entonces serás recompensado con un viaje a casa. ¿Lo harás?

–Sí –respondió Mike.

Sentía que empezaba a manifestarse en él una sensación que sólo podía ser descrita como un baño de amor. El aire empezaba a estar denso. El fulgor del ángel comenzó a inva­dir la cuna y a rodear los pies de Mike, quien sintió un escalo­frío que le recorrió toda la espina dorsal. Involuntariamente, empezó a sacudirse con una rápida vibración; algo que nunca antes había experimentado. Era tan rápida que parecía un zumbido. Subió por su cuerpo hasta la cabeza. Su visión empezó a cambiar: destellos de luz azul y violeta contrastaban con el blanco intenso que había estado contemplando desde el ini­cio de la experiencia.

–¿Qué ocurre? –preguntó Mike con temor.

–Tu intención es cambiar tu realidad.

–No lo comprendo. Mike estaba aterrorizado.

–Lo sé –replicó el ángel en un tono muy compasivo–. No temas integrar a Dios dentro de tu ser. Es una fusión que has pedido, y que será apropiada para tu viaje a casa.

El ángel se alejó de la estrecha cama donde yacía Mike, como para darle espacio.

–¡No te vayas todavía, por favor! –exclamó Mike, que seguía asustado y abrumado.

–Sólo me estoy ajustando para adaptarme a tu nuevo ta­maño –le dijo el ángel, un tanto divertido–. Sólo me iré cuando hayamos concluido.

–Sigo sin comprender, pero no tengo miedo –mintió Mike.

El ángel rió de nuevo, llenando el espacio con una reso­nancia que asombró a Mike por su maravilloso regocijo y por la intensidad de su amor. Mike se dio cuenta de que allí no había secretos, así que siguió hablando. Tenía que saber lo que era esta sensación. Entonces el ángel rió de nuevo.

–¿Qué me ocurre cuando ríes? De alguna manera, me afec­ta interiormente, y es algo que antes nunca había sentido. El ángel se alegró de oír la pregunta.

–Lo que escuchas y sientes es un atributo que proviene puramente de la fuente de Dios –contestó el ángel–. El hu­mor es una de las pocas cualidades que pasan inmutables de nuestra parte a la tuya. ¿Te has preguntado alguna vez por qué los humanos son las únicas entidades biológicas de la Tierra capaces de reír? Quizá pienses que los animales tam­bién lo hacen, pero sólo están respondiendo a un estímulo. Vosotros sois los únicos que tenéis la verdadera chispa de sabiduría espiritual que apoya esta propiedad singular; los únicos que podéis crear humor a partir de un pensamiento o una idea abstractos. Por consiguiente, la clave es tu concien­cia. Créeme, es sagrada. Y por eso es muy curativa, Michael Thomas de Propósito Puro.

Esta fue la más larga explicación que el ángel le había dado hasta el momento. Mike sintió que podía obtener otras per­las de verdad como ésa antes de que concluyera el encuentro. Y lo intentó con auténtica ilusión.

–¿Cómo te llamas?

–No tengo nombre.

Todo volvió a quedar en silencio y tuvo lugar una larga pausa. «¡Ay!», pensó Mike. «Volvemos a las respuestas bre­ves.» Y siguió probando:

–¿Cómo se te conoce? [1]

–Yo soy conocido por todos, Michael Thomas. Y como soy conocido por todos, luego, existo.

–No entiendo qué quieres decir –replicó Michael.

–Lo sé –respondió el ángel, que rió de nuevo, pero no de él. Su risa era un homenaje a la ingenuidad de Mike en una situación en la que no se esperaba que obtuviera más infor­mación, del mismo modo que un padre consentiría a un niño que hiciera preguntas perspicaces sobre la vida. Había amor en todo lo que el ángel hacía o decía. Mike sabía que tenía que dejar de presionar, y fue al grano.

–¿Cuál es ese camino del que me hablas, querido ángel? Mike se sintió incómodo por un momento, al haber em­pleado la palabra «querido», pero, de algún modo, era apro­piada para dirigirse a la personalidad que estaba ante él. El ángel era paternal, como un hermano, como una hermana y al mismo tiempo, transmitía la sensación personal de ser un amante: todo a la vez. Era una sensación que Mike no olvida­ría fácilmente. Quería permanecer junto a esa energía, y le horrorizaba pensar que llegaría a su fin.

–Cuando vuelvas a tu realidad, Michael, prepárate para emprender una aventura que durará varios días. Cuando estés listo, se te mostrará el inicio del viaje. Se te pedirá que viajes a las siete casas del Espíritu, y en cada una de ellas encontra­rás a una entidad similar a mí, cada una con un propósito diferente. El viaje puede encerrar sorpresas e incluso peli­gros, pero puedes dejarlo en el momento que lo desees, y na­die te juzgará. Durante el viaje cambiarás y aprenderás mu­chas cosas. Se te pedirá que estudies los atributos de Dios. Si pasas por las siete casas, entonces la puerta para regresar al hogar aparecerá ante ti. Y, Michael Thomas de Propósito Puro –el ángel hizo una pausa y sonrió–, habrá una gran celebra­ción en cuanto hayas abierto esa puerta.

Mike no tenía la menor idea de qué decir. Experimentaba una sensación de liberación, pero también un gran nerviosis­mo por el hecho de viajar hacia lo desconocido. ¿Qué encon­traría? ¿Debería hacerlo? ¡Quizá todo esto no era más que un sueño absurdo! Sin embargo, ¿qué era real?

–Lo que está ante ti ahora, Michael Thomas de Propósito Puro, es real –le dijo el ángel, quien una vez más había cap­tado sus emociones–. El lugar al que volverás es una reali­dad temporal construida con el único fin de que los seres hu­manos lleven a cabo un aprendizaje.

Bastaba con que Michael tuviera una duda, para que el ángel lo supiera. Mike volvió a sentir que de alguna manera su mente estaba siendo violada por esta nueva forma de co­municación aunque, por otro lado, ¡estaba siendo honrado! «En un sueño, estás en contacto con tu propio cerebro», pen­só Michael. «Por lo tanto, no puedes tener secretos contigo mismo. Y tal vez por eso parece normal tener una conversa­ción con este ser que siempre sabe lo que estoy pensando.» Además, Mike estaba experimentando exactamente lo que el ángel decía y empezaba a sentirse bastante cómodo en esta «realidad onírica» y no tenía ganas de regresar a nada que fuera menos que eso.

–¿Y ahora qué? –preguntó Mike titubeando.

–Ya expresaste tu intención de hacer el viaje. Así que ahora volverás a tu estado humano consciente. Sin embargo hay que recordar algunos puntos: las cosas no siempre serán lo que parecen, Michael. A medida que vayas progresando, estarás más cercano a la realidad que ahora que estás expe-rimentando conmigo. Por lo tanto, es posible que tengas que de-sarrollar una nueva manera de ser; quizá un poco más... –El ángel hizo una pausa– más en el presente de lo que solías estar, mientras te acercas a la puerta del hogar.

Mike no comprendía de qué le estaba hablando el ángel pero, no obstante, escuchaba atentamente.

El ángel continuó:

–Debo hacerte otra pregunta, Michael Thomas de Propó­sito Puro.

–Estoy preparado –respondió Mike, sintiéndose menos seguro de sí, aunque también honestamente listo para seguir adelante–. ¿Cuál es la pregunta?

El ángel se acercó a los pies de la cuna.

–Michael Thomas de Propósito Puro, ¿amas a Dios? Mike se sorprendió por la pregunta. «Claro que sí», pensó. ¿Por qué se lo preguntaba?

–Dado que puedes ver mi corazón y conoces mis senti­mientos, debes saber que amo a Dios –respondió en el acto.

Se hizo un silencio y Mike hubiera podido asegurar que el ángel estaba contento.

–¡Pues claro que sí!

Fue la última frase que Mike escuchó de los borrosos la­bios de la hermosa criatura, quien evidentemente le quería mucho. El ángel extendió la mano hacia Mike y la movió de tal manera que atravesó su garganta. ¿Cómo podía llegar tan lejos? Inmediatamente, Mike sintió como si miles de luciér­nagas corrieran por su cuello y, al mismo tiempo, modifica­ran su persona. No sintió ningún dolor pero, súbitamente, vomitó.


[1] Aunque la frase pueda sonar extraña, tiene su razón de ser. El autor no usa en inglés el verbo «llamar» para poder vincular la pregunta con la explicación. (N. del T.)

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03. La Preparación

(Empieza el viaje)

–¡Inclina la cabeza a la izquierda, hacia la bandeja! –le gri­tó la enfermera al enfermero–. Está vomitando.

Esa noche, como solía ocurrir todos los viernes, la sala de urgencias estaba abarrotada. Esta vez la luna llena había com­plicado las cosas. Aunque no tenían ningún conocimiento so­bre astrología o metafísica, los hospitales solían poner más personal en urgencias durante esta fase lunar, pues al parecer suceden cosas que no ocurren en ningún otro período. La en­fermera salió corriendo de la habitación para atender otro caso urgente.

–¿Está consciente? –preguntó el vecino que había acom­pañado a Mike a urgencias.

El enfermero de bata blanca se inclinó para examinar de cerca los ojos de Mike.

–Sí. Ya despierta –respondió–. Cuando pueda usted ha­blar con él, no le permita incorporarse. Tiene un golpe muy feo en la cabeza que hemos saturado con varios puntos, y la mandíbula le va a doler mucho durante un tiempo. Las radio­grafías muestran que está prácticamente fracturada. Afortu­nadamente, pudimos corregir la dislocación cuando todavía estaba inconsciente.

El enfermero salió del cubículo, un espacio limitado por una cortina que se deslizaba por una guía semicircular. Al sa­lir, corrió la cortina de tal modo que Mike y su vecino otra vez se quedaron solos. Los múltiples sonidos de la sala de urgencias eran casi imperceptibles, aunque el vecino podía oír tanto a las personas como lo que ocurría a ambos lados del lugar donde se encontraba. En el cubículo de la izquierda había una mujer que había sido apuñalada y en el de la derecha un hombre ya mayor que tenía una insuficiencia respiratoria y un brazo entumecido. Habían llegado casi al mismo tiempo que Mike, hacía cosa de una hora, aproximadamente.

Mike abrió los ojos y sintió un dolor punzante en la parte inferior de la mandíbula. Inmediatamente se dio cuenta de que estaba despierto. «Se acabó el soñar con ángeles», pensó cuando la evidencia del dolor y la situación en la que se en­contraba empezaron a convertirse lentamente en su realidad. La iluminación fluorescente que bañaba la zona de urgencias con una luz brillante, estéril, hizo que a Mike se le crispara el rostro y cerrara los ojos. Hacía frío en la sala, e instantánea­mente, Mike sintió la necesidad de abrigarse con una manta, pero nadie se la ofreció.

–Ha estado inconsciente un buen rato, amigo –le dijo el vecino, un tanto incómodo por no saber siquiera cómo se lla­maba Mike–. Le han dado unos cuantos puntos en la cabeza y le han puesto la mandíbula en su sitio. Es mejor que no hable.

Mike miró lleno de agradecimiento al hombre que estaba inclinado sobre él. A pesar de seguir aturdido, analizó los ras­gos de ese rostro, reconociendo en ellos al inquilino de la vi­vienda contigua a la suya. El hombre se sentó al lado de Mike, que se durmió profundamente.

óóó

Cuando despertó, se dio cuenta de que estaba en otro lugar, tranquilo y silencioso, y yacía en una cama. A medida que fue abriendo los ojos e intentando despejar la mente, fue toman­do conciencia de que seguía en el hospital, aunque ahora estaba en una habitación privada. «Qué hospital más elegan­te», pensó. Su mirada apática reparó en las pinturas que deco­raban las paredes y en la vistosa silla colocada a un lado de la cama. Un sofisticado material aislante del sonido cubría el techo, entrecruzando la habitación con una cuadrícula peque­ña y elegante que la vista borrosa de Mike percibía ligeramente oblonga. La iluminación seguía siendo fluorescente, pero estaba apagada y disimulada por el diseño del fino deco­rado. La mayor parte de la luz provenía de una ventana con vistas a la bahía y de un par de lámparas incandescentes que había en la habitación. En lugar del soporte con el televisor que la mayoría de los hospitales suelen tener en la pared de enfrente, había un armario con finos acabados. Las puertas del refinado armario estaban cortadas. Las lámparas tenían diferentes tonos como en un hotel de lujo ¡y los tonos combi­naban con el papel tapiz! ¿Qué lugar era ése? ¿Una residen­cia privada? Sin embargo, le bastó con examinar su entorno un poco más a conciencia para darse cuenta de que, situados en varios puntos de la habitación, estaban los conductos del aire acondicionado, gas y electricidad habituales en todos los hospitales. Mike adivinó también que, a su espalda, había varios aparatos de diagnóstico. Uno de ellos estaba sujeto a su brazo con esparadrapo y emitía una señal intermitente y periódica.

Al parecer no había nadie por allí, y Mike empezó a anali­zar lo que había sucedido. ¿Le habían operado la garganta? ¿Podía hablar? Lentamente se llevó la mano al cuello, espe­rando encontrarlo lleno de apósitos, o incluso, escayolado. ¡Pero en lugar de eso, descubrió la suavidad de su propia piel! Se palpó con los dedos todo el cuello, para constatar que todo estaba en su sitio.

Hizo un intento gradual por aclarar la garganta y se sor­prendió al escuchar de inmediato su propia voz. Sin embargo, al abrir la boca detectó cuál era el problema. Un dolor agudo y desquiciante, que le provocaba náuseas, lo aguijoneó en la parte trasera de la boca y por debajo de los oídos. «Ya sé dón­de me duele», pensó Mike mientras se hacía el propósito de no volver a abrir la boca con tanta rapidez.

–Veo que ya nos hemos despertado. Puedo darle lo nece­sario para que se le quite el dolor, señor Thomas –le dijo desde la puerta de la habitación una voz femenina con un tono quejumbroso aunque amable–. Pero se repondrá antes si no toma analgésicos para poder saber cuál es su propio nivel de tolerancia. No tiene usted fracturas, y para recuperar­se sólo necesita ejercitar la mandíbula.

La enfermera, que vestía lo que podría definirse como un uniforme de diseño, se acercó a la cama. Además de su atuen­do, tan acicalado y perfecto, se notaba que tenía mucha expe­riencia. Sobre el bolsillo pendían diversas insignias que ava­laban su capacidad. Mike habló con la boca entreabierta para no lastimarse, moviendo apenas la mandíbula al pronunciar cada palabra.

–¿Dónde estoy? –musitó entre dientes.

–Está en un hospital privado en Beverly Hills, señor Thomas. –La enfermera se acercó y se puso a su lado–. Ha pasado la noche aquí, después de que le trajeran de la sala de recuperación que hay en urgencias. Además, pronto le darán el alta.

Mike abrió los ojos con sorpresa, y su rostro reflejó una gran preocupación. Había escuchado casos en los que se pa­gaban de dos a tres mil dólares diarios por estar ingresado en un sitio como ése. Su corazón palpitó aceleradamente al pen­sar cómo pagaría la factura.

–No se preocupe, señor Thomas –dijo la enfermera tran­quilizándole al captar la expresión de Mike–. Todo está so­lucionado. Su padre hizo todas las gestiones que había que hacer, y desde luego, pagó la factura.

Mike permaneció en silencio un momento, pensando cómo podía ser que su padre, ya fallecido, pudiera haber hecho cual­quier gestión. ¿Quizás ella daba por sentado que era su pa­dre, y en realidad se trataba de su vecino? Mike recobró la fuerza para hablar procurando mover lo menos posible la boca.

–¿Le ha visto usted? –gruñó Mike.

–¡Claro que le he visto! ¡Es muy apuesto, su padre! Alto y rubio como usted, y tiene la voz de un santo. ¿Sabe? Tuvo mucho éxito entre las enfermeras.

Mientras la escuchaba, Mike reconoció que tenía acento de Minnesota, de donde él venía. Allí se suele hablar un tan­to enrevesado, poniendo el sujeto al final de la frase: una ma­nera extraña de hablar que él había tenido que modificar al poco tiempo de llegar a California. La forma de hablar de Minnesota hacía que pareciese Yoda, uno de los personajes de La Guerra de las Galaxias.

–pagó en efectivo –continuó explicando la enfermera–. No se preocupe, señor Thomas. Por cierto, ha dejado un men­saje para usted.

Mike sintió que el corazón le daba un vuelco, aunque sos­pechaba que el supuesto padre no era otro que su vecino, pero la descripción de la enfermera no cuadraba con ninguno de los dos. Ella salió de la habitación para ir a buscar el mensaje. No pasaron ni cinco minutos cuando ya había regresado con un trozo de papel que evidentemente contenía un mensaje escrito a máquina.

–Lo ha dictado –explicó la enfermera mientras sacaba el trozo de papel del sobre membreteado con el nombre del hospital–. Dijo que no tenía buena letra, por eso se lo hemos escrito a máquina. Por cierto, aún así es difícil de entender. ¿Le llamaba Pepe cuando era niño?

La enfermera le dio el papel y Mike lo leyó. Decía lo si­guiente:

Querido Michael-PePe:

No todo es lo que parece. Tu búsqueda empieza aho­ra. Sana pronto y prepara tus cosas para el viaje. Te he preparado la ruta a casa. Acepta este don y sigue ade­lante. Se te mostrará el camino.

Mike sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Miró a la enfermera con agradecimiento, y apretando el papel con­tra su pecho, cerró los ojos dando a entender que quería estar a solas. La enfermera captó el mensaje y salió de la habitación.

La mente de Mike barajó diversas posibilidades. La nota decía: «No todo es lo que parece». ¡Era una explicación insu­ficiente! Sabía perfectamente que la noche anterior un crimi­nal le había pisoteado la garganta, destrozándosela, y lo había dejado medio muerto en el suelo de su apartamento. ¡Había sentido, segundo a segundo, cómo crujían todos los huesos durante el horrible incidente! Sin embargo, no había tenido ninguna lesión, excepto la mandíbula dislocada pero coloca­da nuevamente en su sitio, además de algunos rasguños y una que otra magulladura leve en la cara y en la cabeza, que le dolerían durante un cierto tiempo pero que, de ningún modo, le dejarían incapacitado. ¿Era ése el don que había recibido?

La idea de que la visión del ángel había sido un suceso ve­rídico no pasó a integrarse en la realidad de Mike sino hasta después de haber leído la nota. Si no era del ángel ¿de quién era, entonces? Sencillamente, no conocía a nadie que tuviera bastante dinero o le conociera lo suficiente como para darle nada, y mucho menos para pagar su considerable cuenta de gastos médicos. ¿Qué otra persona, además del ángel, sabía del viaje que él había prometido realizar? Su cuerpo vibraba con preguntas y él seguía con dudas respecto de la nota y de su significado cuando, finalmente, recibió la confirmación que necesitaba, y sonrió.

La enfermera le había preguntado si le llamaban Pepe. En la nota estaba escrito claramente «PePe», como si fuera un nombre (indudablemente, era el «ángel» quien lo había dicta­do letra por letra, y también quien había pagado la factura). Pero no se trataba de un diminutivo o de un apodo, sino que ¡las letras eran unas iniciales! ¡Pe-Pe, «Propósito Puro»! Por lo tanto, el saludo significaba: «Querido Michael, de Propósi­to Puro». La sonrisa de Mike se transformó en risa. Estaba malherido, pero seguía riendo, y todo su cuerpo se estreme­ció por la alegría del momento, hasta que por fin calló y de­rramó lágrimas de felicidad. ¡Iría a casa!

Los días siguientes fueron especiales. Mike fue dado de alta y se marchó del hospital llevando consigo unos cuantos anal­gésicos que le ayudarían a aliviar el dolor, pero descubrió que no los necesitaba. Su mandíbula parecía recuperarse a una velocidad increíble, lo que le permitía ejercitarla con cuida­do. Podía hablar bien. Al cabo de dos días consiguió comer con normalidad, aunque al principio le costó un poco de es­fuerzo. Y en todo ese proceso, apenas sintió dolor. Estaba un tanto rígido, pero era algo soportable dadas las circunstan­cias. Mike no quiso tomar analgésicos para evitar perder la euforia que sentía al pensar que iba a realizar su búsqueda espiritual. En poco tiempo, los cortes y cardenales fueron desa­pareciendo paulatinamente, aunque Mike se asombró de que eso ocurriera con tanta rapidez.

Renunció a su empleo por teléfono. En su mente había practicado muchas veces hacerlo, y realmente saboreó el mo­mento de dar por finalizada su vinculación a ese horrible tra­bajo. Después llamó a su amigo John explicándole lo mejor que pudo que se iba a tomar unas largas vacaciones y que posiblemente no volvería. John le deseó mucha suerte, pero expresó preocupación por la reserva de Mike respecto a sus planes.

–¡Venga, tío, a mí puedes decírmelo! –le expresó John en un tono persuasivo–. No diré ni haré nada. ¿Qué está ocu­rriendo?

Mike sabía muy bien que John no entendería la explica­ción de que un ángel se le había aparecido y le había dado instrucciones, así que se mantuvo en sus trece.

–Tengo que realizar un viaje muy personal –le dijo a John–. Significa mucho para mí. –Y no dio más explica­ciones.

Mike empaquetó sus cosas y dijo adiós a su apartamento. Separó cuidadosamente sus pertenencias más personales de la ropa y los electrodomésticos. No poseía gran cosa, pero guardó en dos maletas específicas las cosas que más aprecia­ba: las fotos y algunos libros. Mike era consciente de que no podía llevar mucha ropa, así que puso justo la que necesitaría para un viaje muy breve, guardándola junto con las fotos y los libros.

Mike invitó a su casa al vecino que le había salvado y le regaló ropa, el televisor, la bicicleta en la que solía ir a traba­jar y gran parte de las escasas pertenencias que había acumu­lado durante el pasado año.

–Si no las quiere, dónelas a la beneficencia –le sugirió Mike al vecino.

Al parecer, éste se sintió conmovido por el gesto, y estre­chó efusivamente la mano de Mike al tiempo que le mostraba una gran sonrisa. Mike tuvo la impresión de que el hombre necesitaba muchas de las cosas que le había regalado. Des­pués de haber llamado a la ambulancia, el vecino también había salvado a Gato, el pez, así que era lógico que también se lo llevara; después de todo, ya estaba en su acuario.

–¡Adiós, Gato, pórtate bien! –le dijo Mike con una son­risa al despedirse de él en el apartamento del vecino. Gato ni se dignó a mirarlo, porque estaba entretenido con sus nuevos amigos del acuario.

Al quinto día de haber salido del hospital, Mike se dio cuenta de que estaba llegando al final de sus preparativos. No sabía exactamente qué hacer ni a dónde ir. Era de noche y todo estaba silencioso. Estaba seguro de que el ángel sabría que ya estaba listo y de que el siguiente día sería el principio de algo nuevo. Mike sentía que su viaje era algo absoluta­mente real. Estaba convencido de que sabría qué hacer. Todo cuanto había ocurrido durante esa semana justificaba la lógi­ca de su fe. Mike decidió repasar las preciadas pertenencias que había reunido en las maletas para su viaje espiritual.

Las abrió y examinó a conciencia las cosas que creía nece­sario llevarse consigo. El primer grupo estaba integrado por fotos. El álbum de fotos estaba hecho jirones por el paso del tiempo, y muchas de las viejas fotos estaban pegadas con los esquineros engomados que se usaban en los años cincuenta. Abrió el álbum con cuidado para no despegar los viejos es­quineros y, una vez más, sintió una familiar melancolía al ver la foto de boda de sus padres, la primera del álbum. Después del accidente, la había encontrado junto a otras fotos perso­nales de ellos y apenas había tenido valor para mirarlas de nuevo.

En la foto, sus padres sonreían a la cámara y se les veía muy enamorados; empezaban su vida en común. A Mike le parecía muy divertida la ropa que llevaban y era la única vez que recordaba haber visto a su padre con corbata. Más tarde, Mike encontró el viejo vestido de novia de su madre en el desván y le pidió a un vecino que lo envolviera y guardara, pues a él le resultaba muy doloroso. Cuando se habían hecho la foto, Mike era sólo un brillo de ilusión en su mirada, y veían el futuro llenos de esperanza por las buenas cosas de la vida. Mike contempló la foto durante un buen rato y, final­mente, le habló quedamente:

–Papá, mamá, soy vuestro único hijo. Espero que lo que voy a hacer no os decepcione. Os quiero mucho a los dos, y deseo veros pronto.

Transcurrieron unos minutos preciosos, en los que Mike hojeó las páginas del álbum que contenía la historia de su niñez. Esto le arrancó más de una sonrisa. Allí estaban la vie­ja granja y las fotos ocasionales de sus diversos amigos. Le encantaba la foto que le habían hecho montado en el tractor cuando tenía seis años. ¡Ese álbum era un tesoro! Mike sintió que Dios podía estar contento porque él honraba a sus padres y su formación al elegir llevarse con él las fotos en ese viaje especial. No sabía qué pasaría finalmente con el álbum, pero por el momento, Mike sentía que no podía abandonar aque­llas cosas.

Después, estaban sus libros. ¡Cuánto aprecio les tenía! Su Biblia estaba desgastada de tanto leerla, y le había reconfor­tado en muchísimas ocasiones. Aunque no entendía todo su contenido, sentía su energía espiritual. La había guardado cuidadosamente y era algo a lo que nunca renunciaría. Lue­go estaban los libros que había leído en su infancia, que sig­nificaban mucho para él (por ejemplo, The Hardy Boys o Char­lotte´s Web). Eran solamente unos cuantos libros de bolsillo que él seguía leyendo periódicamente; cada vez que lo hacía, recordaba las cosas que había hecho a la edad en que descu­brió por primera vez esas maravillosas historias y personajes. Finalmente, estaba la gran aventura de Moby Dick, que leyó cuando ya era algo mayor, así como la colección de Sherlock Holmes, y sus poemas preferidos, escritos por autores casi desconocidos.

Tanto esos libros como las fotos estaban cuidadosamente embalados en dos carteras, para poder llevarlos con la mayor comodidad. Esto le permitía llevar también una bolsa de ta­maño mediano que pudiera contener un par de bocadillos a modo de tentempié. Mike sintió que ya estaba preparado, así que se sentó en el suelo de su apartamento, ahora vacío. Tenía una almohada, y eso le bastaba para dormir. Estaba preparado para afrontar el día siguiente. La ansiedad originada por la idea de iniciar su búsqueda espiritual casi no le permitió con­ciliar el sueño, dado que en su mente se sucedían las imáge­nes de todo lo que le había pasado hasta ahora, y cabía la posibilidad de que le siguieran ocurriendo más cosas. Era pro­bable que al día siguiente empezara su viaje a casa.

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