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domingo, 14 de octubre de 2007

01. Michael Thomas

Los fragmentos de plástico negro volaron en todas direccio­nes mientras Mike se «encajonaba», empujándose con bas­tante fuerza contra la pared del cubículo, en su oficina de ven­tas. Este era un ejemplo más en el que un objeto inanimado padecía la creciente rabia de Mike, a consecuencia de su si­tuación.

Súbitamente, una cabeza apareció de forma inesperada entre las polvorientas hojas de la planta de plástico que esta­ba a su izquierda.

–¿Sucede algo? –preguntó John desde el cubículo vecino. Las paredes de cada cubículo tenían la altura justa para crearle, al correspondiente trabajador, la ilusión de que tenía una oficina propia. Mike tenía varios objetos altos sobre su escritorio, ya que así conseguía matizar el hecho de que sus compañeros de trabajo estaban situados a sólo un par de me­tros de distancia durante toda la jomada; todos ellos compar­tían la ilusión de independencia y «privacidad» tanto en sus respectivos espacios como en sus conversaciones. El resplan­dor de la luz blanca del fluorescente, que provenía de la miríada de instalaciones desnudas que estaban sobre los cubículos, bañaba tanto a Mike como a sus congéneres. Era ese tipo de falsa iluminación que solamente se encuentra en las institucio­nes y en la industria; parece como si absorbiera todo el rojo del espectro visual, volviendo pálidas a todas las personas que ilumina, incluso a aquellas que viven en la muy soleada California. Los años que había pasado sin tomar la luz directa del sol hacían que la palidez de Mike se duplicara.

–Nada que un viaje a las Bahamas no pueda curar –res­pondió Mike sin mirar hacia la planta de plástico por la que asomaba la cabeza de John, quien se encogió de hombros y retomó su conversación telefónica.

Mientras las palabras salían de su boca, Mike sabía que nunca se podría permitir estar en las Bahamas con el salario del oficinista que toma los pedidos en la «mina de carbón» (así llamaban los empleados a la oficina de ventas en la que trabajaban). Empezó a recoger los trozos de plástico de la bandeja que acababa de romper, y suspiró, acción que reali­zaba con mucha frecuencia últimamente.

¿Para qué estaba allí? ¿Por qué carecía de la energía o del incentivo para mejorar su vida? Su mirada se posó en el oso afelpado de aspecto estúpido que se había comprado y que de­cía: «Abrázame». Junto a él estaba su tira cómica favorita titula­da Lado Opuesto, que trataba del «pájaro azul de la felicidad» que estaba escapando de Ned, el protagonista de la tira cómi­ca; mas para Mike, la tira trataba del «pollo de la depresión».

No importaba cuántas caras sonrientes o cuántas tiras có­micas pegara en las paredes del cubículo. Mike seguía sin­tiéndose bloqueado. Estaba adherido a una existencia pareci­da a las copias de una fotocopiadora de oficina: cada día era un duplicado del anterior, uno tras otro, sin ningún objetivo. La frustración y el desamparo que experimentaba lo hacían sentirse descontento y deprimido, y empezaba a dar muestras externas de ello. Incluso se lo había comentado su supervisor.

Michael Thomas tenía treinta y tantos años, y como tantas otras personas de su oficina, «hacía lo justo para subsistir». En ese empleo no tema que poner gran cuidado en lo que hacía. Simplemente, podía desconectar durante ocho horas al día, iba a casa, dormía, y los fines de semana intentaba pagar sus facturas pendientes, y el lunes, otra vez la misma rutina. Mike se daba cuenta de que, de los treinta individuos que trabajaban en esa oficina de Los Ángeles, él sabía únicamen­te los nombres de cuatro personas, pero simplemente no le importaba; así había estado durante más de un año, después de la ruptura sentimental que destrozó su vida para siempre. Jamás compartía sus recuerdos con nadie, aunque éstos acu­dían a su mente casi cada noche.

Mike vivía solo, sin contar a su único pez. Quiso tener un gato, pero el casero no se lo permitió. Sabía que estaba inter­pretando el papel de víctima, pero su autoestima se encontra­ba en el punto más bajo, y seguía frotándose la herida que había en su vida; intencionadamente, la mantenía abierta, san­grante y dolorida, para poder echar mano de ella a voluntad. Pensaba que no podía hacer otra cosa, y no estaba seguro de tener la energía para poder cambiar las cosas, incluso si hu­biera querido hacerlo. En broma, le puso al pez el nombre de «Gato», y solía hablarle cuando llegaba del trabajo o cuando

salía a trabajar.

Al salir, Mike acostumbraba a decirle a su amigo con ale­tas: «Ten fe, Gato». Obviamente, el pez nunca le respondía.

Mike medía más de un metro ochenta y cinco de estatura y esto imponía un tanto, hasta que sonreía. Esa sonrisa encerra­ba un encanto que fundía todos los prejuicios que uno podía haber tenido al ver su elevada estatura. No era una casualidad que atendiera a los clientes por teléfono, de tal forma que no pudieran verle, ya que su intención era negarse a sí mismo su mejor atributo; era casi como autoimponerse prisión, lo cual le permitía sumergirse en el melodrama de su actual situa­ción. Mike aventajaba en habilidades a las demás personas, pero rara vez se permitía usar dichas aptitudes, excepto si era necesario hacerlo por cuestiones de trabajo. Mike no gustaba de cultivar amistades y en sus parámetros mentales actuales las mujeres tampoco existían para él, aunque a muchas de ellas él les podría haber gustado.

Sus compañeros de trabajo varones le decían: «¿Mike, cuándo fue la última vez que tuviste novia?». «Necesitas salir y encontrar una buena chica. ¡Cambia esa mentalidad!»

Después, todos ellos volverían a casa con sus familias, sus perros y sus adorables hijos (y uno que otro, también tendría un pez). Pero Mike no lograba tener claro cómo empezar el proceso de reconstrucción de la vida amorosa que había per­dido. Decidió que no valía la pena preocuparse, y a menudo se decía: «Yo ya encontré a mi pareja cuando era joven, aun­que ella no lo supo».

Michael estuvo profundamente enamorado, y experimen­tó todas las ilusiones que eso implica. Ella, por su parte, no se tomó en serio la relación. Cuando finalmente ésta se deterio­ró, Mike sintió como si su futuro se marchitara, volatili­zándose. La amó con esa pasión especial que él creía que so­lamente se podía llegar a sentir una vez en la vida. Lo había depositado todo en ella, pero ella no supo apreciarlo.

Mike creció en una granja del pequeño pueblo llamado Tierra Azul, en Minnesota, y huyó de una situación vital que sentía como un callejón sin salida: o cultivar para vender las cosechas en el extranjero o almacenarlas indefinidamente en gran­des silos debido a un exceso de grano. Desde muy joven supo que la granja no era lo suyo. Al parecer, dicha idea no era demasiado apreciada en su tierra. ¿Qué había de malo en ello? Además, no soportaba cómo olía todo lo que le rodeaba, y quería trabajar con personas en lugar de hacerlo con animales y tractores. Iba bien en la escuela y era un fuera de serie en todas las actividades que implicaran una interacción con los demás. Acabar siendo vendedor fue algo natural para Mike, y jamás tuvo ningún problema para encontrar sus trabajos, ven­diendo una inmensa variedad de productos y servicios, que representaba con honestidad. A la gente le gustaba comprar cosas cuando se las vendía Michael Thomas.

Cuando hacía un balance retrospectivo sobre lo que le ha­bían aportado sus padres ya fallecidos, se daba cuenta de que una de las cosas que había permanecido «adherida» a él era su fe en Dios. A menudo, pensaba con amargura que justo aho­ra, eso le estaba aportando mucho bien. Mike era hijo único, y sus padres –sus queridos mamá y papá– habían muerto en un accidente de automóvil por culpa de otra persona, justo antes de que él cumpliese veintiún años. Él seguía lamentan­do enormemente su muerte, y siempre estaba rodeado de fo­tografías que le recordaran las vidas de sus padres, así como su lamentable deceso. A pesar de todo, todavía ahora Mike seguía asistiendo a la iglesia y por lo menos seguía el culto, aunque por simple formalidad. Cuando el pastor le pregunta­ba acerca de su salud espiritual, Mike admitía abiertamente su fe y su creencia en su naturaleza espiritual. Estaba seguro de que Dios era justo y amoroso, pero en ese momento, igual que desde hacía algunos años, no se manifestaba verdadera­mente. A menudo, Mike rezaba para que su situación mejora­se, aunque no era muy optimista respecto de si las cosas po­drían cambiar realmente.

Mike no era exactamente guapo, aunque sí era vigorosa­mente atractivo, pues había heredado la complexión altiva de su padre. Las mujeres lo encontraban irresistible: les cautivaba su sonrisa resplandeciente, su pelo rubio, su elevada estatura, su mandíbula cuadrada y sus ojos de un azul intenso. Aque­llas que tenían buena intuición también captaban que Mike era un hombre íntegro, y confiaban en él casi instantánea­mente. Había tenido infinidad de oportunidades de sacar un provecho inapropiado de muchas situaciones, tanto en los negocios como en el amor, pero jamás lo hizo. Mike era el resultado de la buena conciencia propia de la gente del cam­po, y ése era uno de los valiosos atributos que permaneció en él cuando llegó de la fría tierra donde se educó.

No podía mentir. Comprendía intuitivamente cuándo los otros necesitaban ayuda. Abría la puerta a las personas cuan­do entraba o salía del supermercado, respetaba a las personas mayores y charlaba con ellas, y siempre les daba a los mendi­gos sin hogar, fueran hombres o mujeres, la moneda que le pedían cuando lo abordaban en la calle, aunque supiera que la usarían para comprar alcohol. Creía firmemente que cada per­sona debería trabajar junto con las demás para conseguir que las cosas mejoraran, y nunca entendió por qué en su ciudad adoptiva la gente evitaba dirigirse la palabra, e incluso raras veces sabían quiénes eran sus vecinos. Quizá se debía a que el clima era tan bueno que las personas nunca necesitaban ayuda de nadie. «¡Qué ironía!», pensó para sí.

El único modelo del comportamiento femenino que Mike tenía, era el de su madre. Por consiguiente, trataba a todas las mujeres con la misma clase de respeto con que había tratado a esa mujer sensible y maravillosa a quien echaba mucho de menos. Parte de su infelicidad actual se debía a lo que parecía una traición a ese respecto en la única relación amorosa «ver­dadera» que había tenido. En realidad, la experiencia que Mike había tenido sólo era el resultado de un choque cultural: lo que cada uno esperaba del otro no era lo que finalmente había obtenido, y viceversa. La chica de California que le había roto el corazón sólo había actuado de acuerdo a lo que cultural­mente era su realidad acerca del amor, y Mike tenía un enfo­que muy diferente sobre éste. Él había recibido otra educa­ción, y no era tolerante con las ideas sobre el amor que fueran diferentes.

óóó

Y aquí es donde verdaderamente empieza nuestra historia. Tenemos a Michael Thomas, que estaba muy decaído y vol­vía a casa un viernes por la noche, para recogerse en su apar­tamento tipo estudio (simplemente compuesto por dos habi­taciones, ¡baño incluido!). Antes, Mike había ido a la tienda a comprar los pocos comestibles que necesitaba para subsistir durante los próximos dos días. Ya hacía mucho tiempo que había descubierto que podía hacer rendir su dinero mucho más si compraba marcas genéricas y gastaba prudentemente sus cupones[1]. Pero, ¿cuál era la verdadera clave de su fruga­lidad? ¡Mike casi no comía!

Compraba comida enlatada que no necesitaba cocinarse. Así no tenía que usar la cocina ni pagar electricidad. Dicha práctica lo dejaba insatisfecho, casi con hambre y, además, nunca tomaba postres, lo cual encajaba perfectamente con el papel de víctima que se había autoimpuesto. También había descubierto que si comía directamente del envase sobre el fregadero ¡no tenía que lavar platos!, lo cual odiaba. A menu­do se jactaba ante John –su único amigo, que además era su compañero de trabajo– respecto al modo cómo había resuelto el problema. John, que conocía los hábitos de Mike, comenta­ba bromeando que en poco tiempo encontraría la manera de hacerlo todo –incluso no tener ni apartamento– viviendo en un refugio para indigentes. Se lo decía a Mike riendo y dándole palmaditas en la espalda. No obstante, eso era algo que verdaderamente Mike ya había considerado.

Cuando Mike salió de la tienda ya era de noche. Durante casi todo el día, una pesada niebla había estado amenazando con convertirse en lluvia, y aún permanecía, dando a todo una apariencia difusa y brillante bajo los amarillos rayos artificia­les de las farolas de la calle que se reflejaban en los escalones del apartamento. Vivir en el sur de California era muy grati­ficante. Con frecuencia, Mike recordaba las dificultades que implicaban los inviernos en Minnesota, de donde procedía.

Durante su adolescencia y juventud había experimentado una gran pasión por todo lo relativo a California. Se juró a sí mismo que debía escapar del inclemente clima que los demás tomaban por algo natural. Mike solía preguntar a su madre:

«¿Por qué algunos eligen vivir en un sitio donde puedes mo­rir de frío si estás diez minutos a la intemperie?». Ella sonreía y, mirándole, respondía: «Tú sabes que las familias permane­cen en donde están sus raíces. Además, éste es un lugar segu­ro». Ese era su invariable sermón sobre lo peligrosa que era la ciudad de Los Angeles y lo bonito que era Minnesota. ¡Lo cual sólo tenía sentido si no le añadías la frase «muerte por congelación»! Mike no podía convencerla de que el peligro de que hubiera terremotos en Los Ángeles era como una lote­ría. Podría suceder que durante toda una vida ocurriera sólo uno, o varios, o tal vez nunca se llegara a vivir uno. Sin em­bargo, los penosos inviernos de Minnesota eran una constan­te año tras año. ¡Un acontecimiento cíclico con el que podías contar con toda seguridad!

No es necesario decir que tan pronto como finalizó su ba­chillerato, Mike dejó la casa paterna y se fue a California a continuar sus estudios superiores. Había utilizado sus habili­dades como vendedor para autofinanciar todas sus empresas. Ahora deseaba haberse quedado en la casa paterna durante más tiempo, para poder convivir con su madre y su padre durante los años anteriores al accidente. En su urgencia por escapar del frío, había desperdiciado un tiempo precioso que podía haber disfrutado con sus progenitores, o por lo menos así lo creía. Considerando el pasado, sentía que había sido un egoísta.

Bajo la débil luz, Mike subió con dificultad los escalones frontales que conducían a su apartamento, situado en la plan­ta baja, y perdió el tiempo jugando con la cadenita de su lla­ve. Guardando el equilibrio con la bolsa de la compra, desli­zó la llave en la cerradura; ésta abrió como siempre, pero hete aquí que, en esa noche de viernes, lo «normal» se acabó defi­nitivamente para Michael Thomas. Al otro lado de la puerta había un don –potencialmente, una parte del destino de Mike– algo que cambiaría toda su vida para siempre.

Debido a que la estructura de la puerta estaba deformada, Mike había aprendido a utilizar el peso de su cuerpo para ayudarse y poder así abrir la reacia entrada a su vivienda. El resultado invariable era que la puerta se abría de golpe, con gran fuerza. Mike había llegado a perfeccionar un método para mantener equilibrada la bolsa con los comestibles sobre una cadera, deslizando la llave en la cerradura y girándola al tiempo que empujaba la puerta con el pie. Dicha maniobra requería un complicado movimiento de cadera, y aunque fun­cionaba, su amigo John le había comentado que se veía bas­tante raro.

Con el impacto de la cadera de Mike, la obstinada puerta se abrió súbitamente; esta acción sobresaltó al ladrón que se encontraba en plena faena dentro de la habitación, que estaba a oscuras. Con la velocidad de un gato asustado, aunada a los años de experiencia que tenía respecto a afrontar lo inespera­do, el intruso, que era casi treinta centímetros más bajo que Mike, se lanzó instantáneamente hacia delante, lo cogió del brazo y lo metió en la habitación de un tirón. Dado que en ese momento Mike guardaba un precario equilibrio causado por su «rara» manera de abrir la tozuda puerta, prácticamente ya estaba listo para desplazarse hacia delante. Al hacer esto, el ladrón lo derribó en el interior del apartamento, estrellando su largo cuerpo contra el suelo; los comestibles salieron dis­parados contra la pared más lejana con tal fuerza que se rom­pieron las envolturas de los paquetes. Justo antes de chocar contra el suelo, Mike, conmocionado, con todas sus alarmas corporales disparadas simultáneamente, oyó cómo se cerraba la puerta a su espalda ¡con el ladrón dentro! Mike vislumbró fugazmente el vidrio roto hacia el que se dirigía su rostro; era el resultado de la ventana destrozada que había permitido la entrada de aquel hombre de menor estatura.

Éste es el tipo de situación en que la gente, al recordar el suceso, cuenta que las imágenes pasaron por su mente en cá­mara lenta. Pero éste no fue el caso de Michael Thomas. ¡Los segundos chillaban en un tiempo difuso, comprimido, provo­cando un pánico abrumador! El hombre que había irrumpido en el apartamento tenía la determinación de seguir buscan­do el televisor y el estéreo para llevárselos y, evidentemente, no podía estar atento a lo que le sucedía a su víctima. Tan pronto estuvo Mike en el suelo, el hombre se abalanzó sobre él y sus manos formaron un tomillo sudoroso que atenazó la garganta. Los ojos del ladrón eran grandes y estaban apenas a unos centímetros de distancia de Mike. Podía percibir el aliento caliente y fétido sobre su cara, así como su peso, ya que el hombre se había situado a horcajadas sobre su estómago. Instintivamente, como lo hubiera hecho cualquier persona que está a punto de morir, reaccionó como en una película de se­rie B. A pesar de su desorientación, Mike lanzó rápidamente la cabeza hacia delante, estrellándola contra la del ladrón. Dio resultado, ya que el asaltante, sorprendido por la fuerza del movimiento, aflojó las manos el tiempo suficiente como para que Mike rodara violentamente hacia un lado e intentara po­nerse de pie. Sin embargo, antes de que pudiera incorporarse, el ladrón volvió al ataque, esta vez propinándole un fuerte golpe en el tórax. El impacto fue tal que, literalmente, lo le­vantó del suelo para luego hacerle caer de espaldas y hacia la izquierda, chocando brutalmente contra un gran objeto que Mike reconoció como el acuario. Con un ruido atronador, la cómoda, el acuario y el solitario pez fueron a reunirse con los comestibles, chocando contra la pared posterior de la pequeña habitación.

Mike sentía dolor y estaba sin aliento. Boqueaba, sintien­do que sus pulmones ardían por la falta de oxígeno cuando, con los ojos desorbitados, vio cómo una bota, que parecía tan grande como todo el estado de Montana, se precipitaba sobre él. Ahora su atacante sonreía. ¡Todo sucedió demasiado rápi­do! La bota dio en el blanco: Mike sintió y oyó crujir de un modo horrible los huesos de su cuello y de su garganta. Ho­rrorizado, emitió un sonido sofocado, con la absoluta certeza de que sus vías respiratorias quedarían destrozadas, y posi­blemente, también sus vértebras cervicales. Todo su cuerpo reaccionó al estallido crujiente de su destrozado cuello. La conmoción desgarró su conciencia a medida que la realidad de la situación empezaba a acabar con él. ¡Era el fin; la muer­te llegaba! Intentó gritar, pero sus cuerdas vocales no reaccio­naron. Se había acabado el aire para Mike, y rápidamente, todo empezó a oscurecerse. Hubo un silencio total, y el la­drón se apresuró a concluir su trabajo nocturno sin hacer el menor caso del hombre que estaba tendido en el suelo. Súbi­tamente, el intruso se vio sobresaltado de nuevo por el ruido de la deteriorada puerta del apartamento.

–¿Qué pasa ahí dentro? ¿Va todo bien?

Un vecino aporreaba frenéticamente la resistente madera de la puerta.

El ladrón maldijo su suerte y se dirigió de mala gana hacia la ventana rota; dio algunos golpes para eliminar los frag­mentos de vidrio que quedaban en ella, para así poder desli­zarse fácilmente hacia fuera.

El vecino de Mike, quien en realidad jamás se había cru­zado con él, escuchó el ruido de más vidrios rotos dentro del apartamento y decidió intentar abrir tirando del pomo. Al cons­tatar que la puerta no tenía echado el cerrojo, entró, se encon­tró con un apartamento completamente destrozado y vio a un hombre escapando por la ventana rota. Se movió sigilosa­mente en la oscuridad, esquivando instintivamente el televi­sor y el estéreo que, extrañamente, estaban apilados en medio de la habitación. Maquinalmente, apretó el interruptor de la luz y se encendió una bombilla sin pantalla que colgaba del techo.

«¡Dios!», se escuchó exclamar a sí mismo con la voz alte­rada por la conmoción.

En una fracción de segundo, el vecino ya estaba marcando el teléfono para pedir ayuda. En el suelo yacía, inconsciente y gravemente herido, Michael Thomas. La habitación estaba en silencio y el único ruido provenía del chapoteo del pez que boqueaba a dos palmos de la cabeza de Mike. Gato estaba coleando entre la lechuga, los fideos precocinados y los de­más comestibles desparramados, una mezcla repugnante que se iba tiñendo gradualmente de rojo con la sangre que mana­ba de Mike.


[1] En la mayoría de empresas americanas, se les da a los empleados una parte del salario —generalmente correspondiente a los extras— en cupones canjeables en todos los supermercados. (N. del T.)

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